miércoles, 1 de agosto de 2018


QUIERO LA CABEZA
Miguel Guerrero

  



Índice

05. Quiero la cabeza
      (Quiero la cabeza de Alfredo García. Sam Peckinpah)
08. Hiperstición Ballard
      (Super-Cannes. J. G. Ballard)
14. El antipático Humbert
      (Lolita. Vladimir Nabokov)
19. Producto tóxico
     (¿El fin de la historia? Francis Fukuyama))
26. Arrabales estéticos
      (Ummitas, un cuadro de Rapi Díaz)
31. Reseñas






Cada lector, o consumidor de productos culturales en general, con el paso del tiempo va creando su propio canon. Canon entendido aquí como vara de medir. La génesis, desarrollo y consumación de ese canon está compuesto de un universo inextricable de sensaciones, ideas, preferencias, reflexiones, comparaciones, análisis, etc., que la mirada intelectual o intuitiva, o ambas, del propio lector de signos va captando en cada una de sus intervenciones.
Digamos que ese canon resultante es una construcción. Cada lector construye su particular edificio canónico, un prodigio monumental, no entremos en si el edificio resistirá el primer viento lastimero de la noche y nos lo encontremos derribado a la primera y fría hora del amanecer. Cada lector de signos cree que su canon es el mejor, infalible, que la apreciación que tiene sobre el mundo es la más ajustada, y algunos llegan hasta imponer su canon como único y universal, a poco que lo sientan suyo y el sentido crítico los abandonen unas pocas horas, despreciando al resto. Que así deben ser las cosas, argumenta, que así debe componerse una novela, que así tiene que hacerse una película, que así, en definitiva, debe mirarse la vida, eso creen estos últimos, los que ya saben cómo deben ser las cosas.
El lector que interpreta lo cultural dándole primacía al componente ideológico en un texto, que piensa que todo producto cultural debe tener una inequívoca intención de querer y aspirar a que ese producto produzca cambios sociales o espabilar conciencias dormidas, este lector, difícilmente incluirá en su lista de las diez mejores películas de la historia del cine una de Hitch o un musical de Fred Astaire. Los que tienen en el más alto concepto lo formal conformarán su lista de manera que quedará excluido cualquier producto que flaquee en cuanto su sintaxis, equilibrio en sus partes o bloques narrativos, tono debidamente uniforme, no estén ajustados a la ortodoxia, esa que ha sido impuesta por las buenas costumbres o la cultura dominante, que siempre es cambiante. Recuerden que los entendidos en literatura de la época, y así considerados y respaldados por una mayoría ilustrada de lectores, dijeron de Huckleberry Finn que era mala literatura, soez y un mal ejemplo para los niños, y la prohibieron en muchas bibliotecas; que también despreciaron el Ulises; que la novela El amante de Lady Chatterley no tuvo el reconocimiento de público y crítica hasta muchos años después de su primera edición; que La tierra baldía ahora, como las anteriores, es un clásico indiscutible pero no fue entendido por esos entendidos que siempre van marcando el ritmo al que tenemos, o eso intentan, que bailar y que a día de hoy no dejan de tocar su fanfarria que tantas veces desafina.
Las variantes pueden ser muchas y algunos cánones pueden haberse construido desde distintas o distantes miradas: marxista, conservadores, estéticas, pijos de la cultura, posthumanas, estructuralistas, gilipollas que no saben ni de lo que hablan, mediocres, etc., otros, en cambio, son tan similares que parece que esos lectores han consumido los mismos productos a las mismas horas y en las mismas condiciones de recepción hasta en sus más mínimos detalles. De hecho, hay un canon que podría llamársele oficial y es precisamente ese, como dije antes, que está construido bajo el patrocinio de la ortodoxia y las buenas maneras, respetables, académicas, al que se acogen la mayoría de los consumidores y entendidos en arte y cultura. No desentonan y conforman una tribu dominante que podría llamarse “como deben ser las cosas”.
El que tiene su canon ya definido, después de arduos trabajos durante años, se sienta ante el producto cultural con la intención de ver, comprobar, en qué medida ese producto responde o se somete a su canon, en qué medida resiste su vara de medir. El grado de correspondencia que se establezca entre ese producto y su canon, o idea que ya tiene forjada de cómo deben ser las cosas, va a definir la puntuación que le otorgue a esa película, libro, pintura, videojuego, serie, cualquier producto sometido al examen cuyo marco incomparable es ese su canon, durante tanto tiempo y tanto esfuerzo elaborado. Y ese criterio se sancionará con un pensamiento fuerte, sin fisuras, sin dudas, porque tu canon, que crees sólido, pétreo, (¿alguna vez has pensado en dudar de él?) te respalda, con él elaboras tus opiniones, con él despliegas tu sabiduría.
En mi caso, al no tener canon definido o cerrado, me siento ante ese producto para descubrir a qué canon, de los ya conocidos o establecidos o marginales, o próximos, pertenece, con la esperanza de no incurrir demasiado en parcialidad implícita. Ya ven, he acabado en las riberas enlodadas del pensamiento débil, viendo pasar el río, que nunca es el mismo.







Quiero la cabeza                                                                                                                 
(Quiero la cabeza de Alfredo García. Sam Peckinpah)












Bennie es un tipo un punto apagado. La presentación del personaje en ese tugurio de un pueblo mexicano fronterizo en el que se saca unas pelas tocando el piano, a expensas de las propinas de los turistas para mejorar el más que seguro mísero salario, fingiendo una alegría profesional, es en pocos planos más que suficiente para enmarcarlo, situarlo, reconocerlo: es un perdedor. La producción cultural del siglo xx está llena de perdedores. Habría que hacerles a estos, si no se ha hecho ya, un hueco en la lista de los topoi más profusos y utilizados en el quehacer creativo último, elevar al perdedor a esa categoría, repito, si no se ha hecho ya. Hombres y mujeres que en una situación sociopolítica diferente quizás habrían pertenecido a otro nicho social, o las cosas le habrían ido de otra manera. O quizás el fatum ha jugado con ellos hasta dejarlos varados en los márgenes del bienestar. Una sonrisa como la de Bennie difícilmente puede darse en otro contexto. La peli no deja ver ni se preocupa de hacernos saber cómo ha llegado Bennie a esa situación, está lejos de querer fijar o reducir o enclavar al personaje y su comportamiento ulterior, y por extensión la obra, a esa perspectiva crítica que Bloom llama la “escuela del resentimiento”. No hay intención de hacer una crítica social y política de forma abierta. Desmarcándose de esa forma de encarar la historia, logra esa crítica con solo mostrar la tragedia, y nuestras son las conclusiones. De cualquier manera, es innegable que el protagonista entra en escena con un pasado que le pesa, con una conformidad resignada. Está en una situación de límite, no es excepcional esta situación, millones de seres humanos viven así con normalidad y desconocimiento de ella, y desde hace siglos es la forma habitual de vida occidental, Bennie también, no es tan grave, incluso sonríe con esa sonrisa tan cálida que le presta Warren Oates a su personaje. No está desesperado, todavía. Pero está lo que se dice “a punto de caramelo”, Bennie sólo necesita una excusa nimia para lanzarse a la aventurapara decirle sí a “la llamada de la aventura” que diría Campbell, porque Bennie es un héroe urbano y espurio, puede que perdido en el tardo capitalismo, heredero quizás de Gilgamesh o Ulises, pero, claro, más comedido, fagocitado y apocado por ese sistema de cosas. El límite en el que se encuentra tiene consistencia de desgana y apatía, un poco cansado, quizá ha intentado ser “feliz” en varias ocasiones y ningún intento ha fraguado.
Una noche, en el tugurio en el que trabaja lo visitan dos hombres malos que le preguntan por Alfredo García. El caso es que el tal Alfredo ha dejado embarazada a la hija de un cacique mexicano y éste paga un millón de dólares a quien le traiga la cabeza del mancillador de su hija. El buscado Alfredo, un perla mujeriego, ha tenido hace unos días un encuentro con Elita, actual pareja de Bennie. Bennie sale esa noche del garito y va en busca de Elita y le pide explicaciones y ésta le dice que ha sido una despedida a la que no ha podido resistirse. Después de producirse ese desliz infiel, Alfredo García ha muerto en un accidente y ha sido enterrado en su pueblo natal, le comunica Elita. Los malos todavía no conocen este detalle luctuoso.
Bennie aún no está implicado de lleno en el asunto, podría mantenerse al margen, o quizá ya no. Quizá los dos hombres malos que lo visitaron en el tugurio insistan y vuelvan a buscarlo porque Bennie, de alguna manera, ya, en ese primer encuentro, ha creado alguna esperanza en ellos. Así que Bennie se dirige sin dilación al hotel en el que se hospedan los dos hombres malos con sus secuaces, va a recabar información sobre lo que hay que hacer. En cuanto entra en el hotel ya está metido hasta el cuello en el asunto, aunque no lo parezca. Las escenas de la llegada al hotel, cada plano, el recibimiento seco de los guardaespaldas, los pasillos y la decoración del improvisado despacho que se han montado allí los malos, destinada toda esta secuencia a mostrar un no-lugar llevado al extremo en el que no solo no es posible un atisbo de calor humano, sino que presagia la magnitud deshumanizada a la que va a llegar la situación que se está gestando en ese hotel. El único rasgo humano o sensible en toda la secuencia lo pone el nerviosismo patente de Bennie ante los malos y la asunción intuitiva por su parte del paso abisal que va a dar. Miren con detenimiento los caretos que pone Bennie, dicen mucho, o todo. Principio del recorrido hacia la locura para Bennie, el comienzo frío y calculador de un crescendo fabuloso que acabará en los abismos de la condición humana, solventada la peripecia fílmico narrativa con una eficacia exenta de florituras y debilidades formales, lejos de la llamada belleza y justeza tradicional y canónica, tan sobrevalorada, de la que su director no quiere saber nada, o lo preciso. Y así, por suerte, se mantendrá hasta el final. Salvaje la historia, salvaje la forma en la que nos la sirve. Sucia como la vida, molesta para los pijos de la cultura.
Pero esa historia ahora es de Bennie. Ir al hotel ha significado pasar de una vida monótona y subsidiaria, el hombre retirado que se ha entregado a un estado de cosas sin sobresaltos en el que ya sólo aspira a sobrevivir, de esto pasa a la acción, de un papel secundario al de protagonista. Los personajes de Peckinpah se resisten a convertirse en eso que Nietzsche llamaba, y luego retoma la idea Fukuyama, “el último hombre”, no conciben la existencia sin intervenir directamente en ella, con afán de modificar la realidad, de instituirse como personas en ella. La manera en que lo hacen y lo que vehicula ese comportamiento es la violencia y siempre encuentran una razón básica que sustenta moralmente la actuación. Esta peli no nos cuenta cómo debería ser el mundo, nos cuenta cómo es. En el caso de Bennie esa violencia es relativa o está atemperada, recuerden que él ya sabe que Alfredo García está muerto, en principio no va a tener que matar a nadie, sólo seccionar la cabeza de alguien que ya está muerto, entrega de la mercancía y listo. Es posible que en ese primer momento este sea su planteamiento. Y esto sugiere una pregunta: ¿iría Bennie a por Alfredo si este estuviera vivo, y lo mataría para cobrar la recompensa? Es posible que sí. Bennie, antes de saber que Alfredo estaba muerto, ya iba a por todas. Bennie, calladamente, no soportaba la vida que llevaba. Sí, tenía su trabajo y su novia, Elita, una vida un poco oscura pero decente y seguramente simulaba bien estar bien. Pero Bennie da el salto. Ha sentido esa llamada de la aventura. Y no es un machote, ni un chulo, ni tiene nada de héroe. Es poca cosa, pero está decidido. ¿Qué pretende? Los malos sólo van a darle diez mil dólares, ese es el pírrico acuerdo al que ha llegado en el hotel con la condición de que les traiga la cabeza, la cabeza de éste, le insiste uno de los malos enseñándole la foto, la cabeza de Alfredo García. Hasta en eso Bennie no está a la altura del mal organizado que viene del otro lado de la frontera, los EE.UU., paraíso de la violencia, eficaz y contundentemente bien representado por los dos matones gringos. Estamos ante un personaje al que le viene grande la situación. Bennie es lo que llamamos un hombre común. Bennie, por dios, ¿tú sabes dónde te has metido? Esta indefensión hace que desde el principio estemos con él, y más tarde, cuando la historia ya ha entrado en la locura, y vemos que Bennie, en su huida hacia delante, es capaz de lo peor con tal de conseguir su propósito, seguimos estando con él. La película consigue eso que se llama catarsis, tan necesaria en estos tiempos.
En cuanto sale de su entrevista en el hotel con los malos, ha aceptado el encargo, se dirige directamente al mercadillo y adquiere un machete de unas proporciones considerables, un machete que debe ser de esos que se utilizan para degollar animales en el matadero. De un solo tajo debe seccionar un cuello.
Pero, insisto, ¿cuál es su propósito? Cuando acepta el trato sabe que se está metiendo en un asunto muy feo, pero es un asunto asequible o así lo ve. Los diez mil dólares le pueden arreglar una buena temporada, pero a mí me parece que el dinero es sólo un incentivo colateral o engañoso. Pienso que Bennie es un insatisfecho y que siente la necesidad de un cierto reconocimiento hacia su persona, quizás ante él mismo. La vida ha sido injusta con él y ahora le ha llegado el momento de recobrar parte de lo que le debe, su vida se ha desenvuelto en parámetros mediocres, lejos, seguramente, de lo que él considera que debe ser una vida.
Engaña a Elita y le dice que se prepare, que recoja algunas cosas, que van a pasar unos días fuera. Salen del pueblo y a pocos kilómetros propone Bennie parar para descansar un rato. Es un momento bucólico, sacan una manta y la guitarra y bajo un árbol charlan.
Bennie tampoco es un lince en cuestiones amatorias porque tiene que pedirle matrimonio a Elita y necesita para ello unos rodeos que pueden ser fruto de los nervios, de su timidez. Recuerden la escena de La diligencia, aquella en la que John Wayne le propone a Claire Trevor que se vaya a vivir con él: “Tengo un rancho…” etc. Pues algo así le ocurre a Bennie. La escena está filmada de tal manera que los personajes se nos aparecen llenos de humanidad, de nobleza: el diálogo que sostienen es conmovedor, hacen planes. Son dos parias que quieren alcanzar ese lugar en el que la vida sea sencilla y moderadamente placentera, no aspiran a más. Elita está encantada con la proposición de matrimonio. Esa es la buena noticia. Ahora Bennie le cuenta a su prometida cuál es la razón del viaje propuesto. Y a Elita, otro ser maravilloso, se le descompone la cara al oírla. Quiero que me lleves a donde está enterrado Alfredo García porque le voy a cortar la cabeza y por ello me van a dar diez mil dólares. Pero… balbucea ella. Elita ya no se repondrá en todo el metraje, sigue al héroe pero no lo hace convencida del proyecto demencial al que la arrastra su novio, algo se ha quebrado. Elita también tiene su corazoncito. Alfredo García ha sido su amante, aún le guarda afecto. ¿Qué hacer? ¿Qué se hace en esos momentos, Elita?
Cuando se emprende una gran tarea, ir quedándose solo por el camino es algo que ocurre con frecuencia. Bennie se queda solo, y esto no acaba nada más que empezar.
Y así, comienza la tragedia, una tragedia enmascarada de contemporaneidad.






Hiperstición Ballard
(Super-Cannes. J. G. Ballard)
















Un poco de psicopatía controlada cura el estrés, y puede hacer desaparecer una dermatitis. Este es, resumiendo mucho, el planteamiento terapéutico hacia sus pacientes del psiquiatra Wilder Penrose, que ejerce su profesión en Edén-Olimpia, en la Costa Azul francesa, lugar en el que se desarrolla principalmente la novela de James Graham Ballard, llamada Super-Cannes.
En Edén-Olimpia la vida cotidiana no se caracteriza por sus estrechas relaciones de amistad y buena vecindad entre los residentes. Pero tampoco hay mal rollo en la epidermis social, sobre todo porque entre ellos hay poco contacto, es gente adinerada y profesionales de nivel que tienen bien aprendido eso de ser educados. “Una infraestructura invisible había reemplazado a las virtudes cívicas tradicionales”, dice Paul Sinclair, el narrador y protagonista de la novela. Los habitantes de la urbanización están protegidos de ladrones, atracos, violaciones. Es un espacio cercado, aislado y protegido contra el mal por cámaras de vigilancia y policía privada, en el que sus inquilinos, de clase acomodada, pueden vivir resguardados. Estamos ante un topoi muy ballardiano. Ya lo dejó bien perfilado en su obra Furia feroz, una novela corta que inaugura la última etapa de Ballard, en ella se condensan todas las preocupaciones e intenciones que va a desarrollar en sus últimas novelas, deja sentadas las bases de ese espacio, microcosmos de lo que podríamos llamar capitalismo, o laboratorio donde éste hace sus ensayos continuos. En sus novelas siguientes, Ballard desarrolla las ideas fijadas en esta novela corta, repite los temas o hace variaciones de ellos a la manera en que Cézanne pintó tantas veces la misma montaña, que se volvió enigmática por el hecho de pintarla tantas veces, o como la granja de la novela de Don DeLillo, Ruido de fondo, enigmática e icónica de tantas veces fotografiada.
Pangbourne Village es el lugar en el que ocurre Furia feroz y Ballard la describe así: Cercana a Reading y a 45 kilómetros al oeste de Londres. Los promotores de la urbanización tuvieron en cuenta a la hora de su construcción que estaba cerca la autopista que tenía rápido acceso al aeropuerto de Heathrow y al centro de Londres. Pangbourne Village es la más cara de las últimas urbanizaciones construidas en los alrededores y en ella habitan abogados, corredores de bolsa, banqueros, magnates inmobiliarios, directivos de empresa, un distinguido concertista de piano, y sus familias. Está protegida por altos muros, rodeada por una alambrada dotada de alarmas eléctricas, para entrar hay que pasar por delante de una caseta con guarda y solo si tienes un pase especial, hay cámaras de vigilancia, y cuidado con las patrullas de perros guardianes. Las espléndidas mansiones se muestran ante amplios céspedes delanteros. “Todo resulta extrañamente aséptico, desprovisto de cualquier emoción, y uno tiene la sensación de estar visitando un conjunto de laboratorios en un parque científico de alta tecnología donde no se emplean operarios humanos”. Esta es la primera impresión al ver un vídeo de la urbanización del psiquiatra al que le encargan un informe sobre la matanza de casi todos los residentes que allí se ha producido, y la extraña desaparición de 13 niños. Zygmunt Bauman decía, en una de sus muchas propuestas líquidas, que las urbanizaciones cerradas, los altos coches todoterrenos, el abuso de las alarmas de protección suponían una actitud de repliegue y defensa de los acomodados ante los bárbaros, y una de las formas que tiene el Estado de gestionar el miedo. Según una lectura freudiana, este tipo de entornos en los que la civilización, o lo civilizado, exige un nivel altísimo de control de los instintos en aras del bienestar común, ser educados, correctos y casi infalibles en lo social, bajo unas reglas que todavía tienen mucho de victorianas y cosas peores, esa forma tan extrema de regular las relaciones de las personas entre sí puede generar un malestar constante, un malestar en la cultura que decía Freud, que provoca una tensión que acaba siendo incontrolable. Estallidos de ira constantes. “En una sociedad totalmente cuerda, la locura es la única libertad”, dice el psiquiatra de Furia feroz, que ve en la perfección de Pengbourne el lugar ideal para crear y fomentar actitudes extremas. Es este tipo de civilización y de cultura la que provoca esta situación desquiciada en la que vivimos nuestra normalidad, nos dice Ballard en sus relatos. Hagamos la sencilla operación de trasponer esto que ocurre en ese microcosmos ficticio al mundo actual diseñado y controlado por la histeria occidental, tendremos entonces una idea de qué ideas tenía Ballard sobre los comportamientos sociopolíticos que nos ha tocado vivir.
Esta novela corta bien podría ser un episodio de Black Mirror, una serie más que buena que denuncia los abusos y el mal uso de la tecnología, las formas actuales de vigilancia y control, etc. Ya en 1988, año en que se publica Furia feroz, y mucho antes, claro, Ballard escribía relatos con la mentalidad y para la mentalidad de los usuarios de cultura del siglo xxi. De ahí la vigencia de su obra, y de la incomprensión por parte de aquellos que siguen leyendo con la mentalidad del siglo xix, atrapados en anticuadas zonas de confort, consumiendo inoperantes consignas estéticas.
Es en el capítulo cuatro de Super-Cannes, “Un accidente aéreo”, donde el autor despliega todo un arsenal de información sobre los nuevos modos que tienen las clases privilegiadas de construir un mundo aparte, lejos de la barbarie, abundando en las seminales ideas de Furia feroz, haciendo variaciones o adecuándolas al nuevo contexto narrativo. Eso es Edén-Olimpia, un Pangbourne Village ahora enclavado en la Costa Azul, como en Noches de cocaína lo estaba en la Costa del Sol. Lo interesante, o lo importante, no es la trama, sino la carne ideológica que se va adhiriendo a ese esqueleto. Y a la vez, la trama es importante porque es gracias a ella que el narrador y nosotros con él vamos descubriendo que es EO. Los partidarios de la forma de vida que genera ese recinto, el doctor Penrose, el potentado Alain Delage, en conversaciones con Paul Sinclair van depositando con cada una de sus intervenciones ideas que van componiendo el mapa sociopolítico y moral de Edén-Olimpia.
            Pero en EO se lleva a cabo un experimento sociológico, que recuerda a los cometidos por los nazis. Bueno, no voy a contar los puntos que sostienen la teoría de Penrose sobre su forma de aplicar lo que él llama psicopatía. No veas lo que suelta por esa boquita en el capítulo 29, llamado “El programa terapéutico”. “Los Adolf Hitler y Pol Pot del futuro ya no vendrán del desierto, sino de centros comerciales y complejos industriales corporativos”. Dice el psiquiatra.
Psicopatía: recetar la locura como forma de terapia.
Wilder Penrose le dice a Paul Sinclair:
            –Paul, usted no comprende. En Edén-Olimpia, la locura es la cura y no la causa del malestar. El problema que tenemos no es que haya demasiados locos, sino que hay demasiado pocos.
            Para mantenerse sanos, el psiquiatra receta a sus pacientes, altos ejecutivos, unas dosis de locura controlada, lo que él llama psicopatía. Esto consiste en el montaje o provocación de escenas de violencia reales a las que asisten como espectadores e incluso pueden tener algo de participación en ellas, de manera que el peligro grave no les afecte demasiado o les toque casi nada. Estos acontecimientos violentos les provocan la pertinente descarga de adrenalina que hacen posible la cura prometida por el doctor. Para estas escenas organizadas se maltratan a personas reales. Palizas a los vendedores de baratijas africanos, niñas que se utilizan para la prostitución, asalto y robos en comercios, ataques a negros y árabes en el barrio de La Bocca. La calderilla, todavía, de lo que sueñan los del Frente Nacional.                                                                                                                                              Penrose, casi obligatoriamente, habrá tenido que leer El malestar en la cultura, de Freud, porque su idea, de manera tangencial, viene recogida así en ese esclarecedor libro: "Por otra parte, un núcleo cultural más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquel. Siempre se podrá vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la condición de que sobren otros en quienes descargar los golpes". Esos otros que sobran son, efectivamente, aquellos que no habitan en EO, reforzando así la idea de ese instinto tan tribal que caracteriza lo reaccionario.
A Eden-Olimpia llega Paul con su esposa, una pediatra que ha sido contratada para ocupar la plaza que ha quedado vacante. Hace unos meses, un tal David Greenwood, pediatra, inglés, salió una mañana de su casa y disparó y mató a diez residentes. EO es un ente que tiene la capacidad de esconder la verdad. Hay todo un entramado que trabaja con la suficiente solvencia para que los crímenes de Greenwood queden registrados oficialmente como la “ida de olla” de un perturbado. Debajo de esta simplificación quedan ocultos unos comportamientos malsanos, delictivos, por supuesto nada edificantes (qué ingenuidad) de las autoridades, toda institución que debe velar por nuestro bienestar coopera en mayor o menor medida en el encubrimiento. Y a este Greenwood es a quien va a sustituir Jane, la esposa de Paul. Paul, desde el principio, siente curiosidad por lo ocurrido, Greenwood y Jane, en Inglaterra, trabajaron juntos, y entre ellos hubo algo, seguro. La ociosidad de Paul, está convaleciente de un accidente aéreo, lesión en una rodilla, le permite indagar sobre los asesinatos, pregunta a todos y va descubriendo cosas, cosas que no le cuadran, hasta que las indagaciones le llevan a lugares y situaciones nada previstas, más allá de lo que en principio sospechaba. Es lo que suele ocurrir en las novelas de detectives. Así es como Paul llega al capítulo 29, que he mencionado antes, habiendo descubierto más de lo que esperaba. Y en ese capítulo es en el que va a ver al psiquiatra Wilder Penrose y le dice a este que ha descubierto como se las gastan en Edén-Olimpia los hombres principales y que lo va a denunciar a la poli. Y es en ese capítulo, creo que ya lo he dicho, en el que el psiquiatra le dice lo de la psicopatía y el pobre e improvisado detective Paul Sinclair se queda algo más que rayado. Penrose trata de convencerlo de que no denuncie, que la terapia es mano de santo, que Edén-Olimpia está sana gracias a su invento. Paul le dice que de momento no va a ir a la poli, que va dejar pasar unos días a ver qué pasa. Pero pasan cuatro meses, y pasan bastantes cosas, claro, es una novela rica en acontecimientos y todos ellos pertinentes y significativos y siempre contribuyen al propósito narrativo de su sabio y buen constructor de historias que es su autor. Y al final todo se resuelve de la manera en que sólo cuando lo leas lo sabrás.


Así que Ballard ya en los años sesenta, setenta y ochenta vio lo que las nuevas formas del capitalismo iban a generar con sus ofertas de bienestar social, no miró solo los beneficios, sino que puso el punto de mira en la manipulación soterrada que eso conlleva. Y es curioso, pero el poder político, me refiero al sustentado por partidos, no aparece en la novela, no se les tiene en consideración. Ya sabemos, él lo supo mucho antes que muchos, que el poder no está en los gobiernos sino en las corporaciones. ¿No es entonces una novela profundamente política?
Una de las características de nuestra sociedad actual (no me quiero poner estupendo, es sólo un momento), es la producción continua de mercancías, la producción de ocio y entretenimiento. De una civilización basada en la agricultura, luego en la industria, hemos acabado en la del consumo. Si esta última forma de subsistencia no despierta casi ninguna simpatía, sobre todo en la izquierda más anquilosada, casi toda, no quiero ni pensar en qué sucedería si ahora o a medio plazo nos faltara, cómo mantener a tanta boca y tanta avaricia. ¿Cuál es el recambio, el plan B?  ¿Qué otra opción hay? Quizás estemos atrapados entre lo malo y lo peor. Este pensamiento no es satisfactorio, lo sé, y quedamos a expensas de que alguien nos ilumine con algo mejor, pero sobre todo factible. (Perdonen este momento didáctico-existencial pero las novelas de Ballard me hacen pensar en estas cosas). Seguro que Ballard se hizo estas preguntas. Él mismo creo que decía que el consumismo es el opio del pueblo. No importa esto. Lo que sí había intuido, o algo más que eso, es que esa forma de producir siempre más lleva en su seno el virus del apocalipsis, y como conclusión dice que en ese comportamiento desorbitadamente consumista y de querer alcanzar el máximo bienestar sea como sea de la masa ve un deseo suicida. Este tipo de ideas abisales son muy propias de Ballard (es posible que esa idea la tomara por destilación de otro, pero eso no impide que también sea suya), su literatura está llena de ellas, (no pienso poner ningún ejemplo, léanlo, sin descanso). En esto me recuerda a Borges, también un escritor que nos lleva a terrenos desconocidos, enigmáticos, peligrosos y allí nos deja, solos y perdidos, desamparados, y nos la tenemos que apañar como podamos para regresar a eso que llaman realidad. Por casualidad me encontré con esta frase de Guido Fernández Parmo, del que solo he leído esto, que dice: “Es la misma lógica capitalista, asociada al desarrollo tecnológico, lo que permite y produce un deseo agresivo, violento y amoral”. Esto es un activo intencional constante en la literatura ballardiana, sobre todo en la producción novelística posterior a su impresionante y aglutinadora de ideas que es Furia feroz.
Ballard te obliga, o te invita, a reconsiderar los supuestos en que basábamos nuestra apreciación de los comportamientos humanos en cuanto a su participación en el terreno de lo social, desestabiliza la idea que tenemos de ellos, ese comportamiento que se da en su universo narrativo lo califica de sociópata, nos habla de las psicopatías del hombre moderno, que a la vez es inducido por las nuevas maneras que tiene el capitalismo de encauzar y dirigir nuestras formas de ser.


Ballard elabora sus relatos con material proveniente de la novela popular. Persecuciones de coches, hombres de acción encabezando el reparto, lugares que explorar..., iconos como La guerra de las galaxias, Elvis, la princesa Diana, Mickey Mouse… Sus personajes están cerca del arquetipo, pero no son planos, ni son pretextos exclusivos para el transporte de sus ideas, las del autor, sino que entran en contradicciones, sopesan cuestiones morales y hay en ellos cambios a lo largo de la obra. Paul Sinclair hace de detective, sin serlo; el doctor Penrose es una sofisticada y cercana encarnación del científico loco y Francés, la amante de Paul, quizás asuma el papel de mujer fatal, más tarde tendrá una implicación tan importante en la trama como el propio Paul. Las reflexiones están adecuadamente administradas en los diálogos, son los personajes los que construyen con sus conversaciones el ideario o poética de la novela, la batalla existencial se dirime en este territorio narrativo y su alcance es demoledor. Los personajes de Super-Cannes son conscientes del lugar jerárquico que ocupan en EO, y saben de qué naturaleza está constituida la corporación, la cuestionan y tratan de entenderla y combatirla, con un alto grado de lucidez y perspicacia. Francés, le dice a Paul: “La cúpula administrativa de EO es profundamente racista, pero con un toque moderno”. Puede parecer una reflexión simple, pero en la vida real muy poquita gente llega ni siquiera a eso. Y los personajes de Ballard llegan muchas veces a mucho más. Ballard no carga sus textos con parafernalia reflexiva intelectual y, por supuesto, está lejos del baboserío sentimental que pretende una belleza trasnochada tan en boga y demandada todavía hoy por amplios sectores de la sensibilidad oficial y dominante. Quiere y escribe con la sana idea de llegar a muchos lectores, exigentes y no tanto, aunque entender de verdad sus novelas requiere y exige un lector atento y algo al loro en las últimas formas en que se desarrolla lo literario y las formas en las que se desenvuelve el mundo. Ballard es un cronista avezado de su tiempo, y atrevido, y requiere, seguramente, lectores avezados. Pero a Ballard no hay que tenerlo solo en cuenta porque sea un visionario y un anticipador,  sí es verdad que tiene una capacidad espacial para intuir el “inmediato después”, como él mismo decía, que es un valor a tener en cuenta, como no, sino porque es capaz de armar y estructurar buenas historias, con personajes bien construidos, y sobre todo porque es muy solvente describiendo su presente, el nuestro, uno de los palos más complicados de acometer en literatura, si no por qué tantos escritores mediocres se refugian en el cómodo pasado para enclavar sus historias. Y todo esto lo hace dentro del mainstream. Ballard ha creado un universo narrativo particular, una región extraña, peligrosa, única. Ballardiana.
Su estilo es funcional y claro, en el que, sin embargo, te puedes encontrar ideas expresadas de esta manera: “Busqué las venas debajo de las rodillas, una estructura de Mandelbrot con vasos capilares resecos que conformaban un particular mapa de adiciones”. O esta otra: “Sólo el cibercafé de al lado tenía clientes. Los ordenadores estaban apagados, pero en las mesas de afuera había tres motociclistas con botas metálicas y uniformes de cuero al estilo Mad Max. Su presencia ponía una nota salvaje en aquel modernismo complejo, como aves de carroña posadas en la cornisa de un rascacielos, llenando un imprevisto nicho en la ecología del futuro”. Pero, ¡ay!, también puede caer en metáforas desafortunadas en escasas ocasiones:
            “–No nos hace falta retrovisor –comentó mientras abandonábamos el complejo–. Nada puede adelantarnos, ¿para qué mirar el pasado entonces?”
            Este es el comentario que le hace Penrose a Paul cuando suben al coche y el psiquiatra manipula el espejo retrovisor y acaba dejándolo en una posición nada operativa. Un mal día lo tiene cualquiera, podría haber pensado Paul.
Quizá Ballard no sea un escritor de género sino transgénero. Sí que utiliza materiales de la novela especulativa, popular, etc., pero trasciende eso. Siempre se ha discutido si las obras de Ballard pertenecen a la ciencia ficción, él dice que no, pero eso ya no importa, sus novelas ya se han convertido en realistas.
Es cierto, las ficciones ballardianas pertenecen a esa tradición de escritores que suelen anticiparse a la puesta en práctica y consolidación de experimentos neoliberales o de otra índole. Sus ficciones, sus construcciones distópicas, han acabado consolidándose en nuestra realidad más cotidiana, de ahí que este inmenso escritor se haya convertido en un insigne hipersticioso. Y es que, si el supuesto psicopático de Ballard quizá no ha sido reproducido en la realidad tal cual acontece en su ficción, en términos generales lo que nos viene a decir el autor con sus relatos es que el capitalismo, el neoliberalismo, y las formas encubiertas y actuales del nazismo, por extensión, el poder, está constantemente ensayando nuevas formas de vigilancia y control y utilizando al género humano como material cobaya. Y que estos supuestos ficcionales traspasan lo virtual y acaban imponiéndose en nuestra realidad.
Hiperstición: elemento de la ficción que se abre paso hasta la realidad.


(Aún recuerdo aquella tarde de hace cienes de años (principios de los ochenta) en que salí de la casa de mi amigo Luque (siempre unos pasos por delante de todo y de todos), con dos libros de Ballard prestados, El mundo sumergido y La sequía, en lo que yo considero que es uno de los puntos Jonbar más importantes en lo que podríamos llamar, sin coña, mi vida literaria.
Y menciono también a Francisco Jota-Pérez, difundidor de ideas de última hora, a quien le leí por primera vez el término hiperstición, y luego hauntología, y algunos más, y los que vendrán, espero. Un abrazo).





El antipático Humbert
(Lolita. Vladimir Nabokov)
















Marzo, 2018

Podría decir, si me aceptáis el juego desde el principio, que Nabokov es el mejor escritor de todos los tiempos. Un autor que está por encima de su obra y juega a los dados con la literatura, incluidos los lectores. Que es un maestro en el arte de componer y dominar lo literario. Es lo más cercano a la perfección (casi tanto como lo está ese Bajo el volcán de Lowry) en esto que se llama narrar. Es un maestro del tiento, suprema capacidad posee para la exactitud, para el equilibrio, el punto justo en la expresión: avanza por el cable tensado que une dos edificios gigantes como si paseara por un plácido prado ruso. Sin embargo, no está el gran Vladimir entre los escritores que me duelen, o me conmueven, no es lo suficientemente canalla, o amargo, no es un perverso de verdad, por mucho que vaya de enfant terrible en Lolita. Hay escritores con menos talento en la composición de historias, que se limitan, o están limitados, a ser correctos en lo formal pero a cambio tienen una visión del mundo y de las cosas que les hace distintos, singulares, te enseñan una parcela de la realidad que no sospechabas que existía, estos habitan con naturalidad malsana el lado más oscuro, que prefiero. Bien, no se alarmen, Nabokov también es algo singular, pero creo que su fuerte aparece con más claridad, dedicación y talento en la puesta en escena de su universo narrativo. Hablo de mí, de mis gustos. Nabokov de excusa. (Qué lejos de ese lector ideal imaginado por el estructuralismo, ese “sujeto transcendental libre de todas las limitaciones de los determinantes sociales). Y de sus caprichos.
            Entre las muchas virtudes que un estudioso y entendido en la obra espectacular de Nabokov, y de su Lolita en particular, podría detectar, seguro que estaría esta que yo propongo: que se ponga especial atención en la habilidad de rango superior que despliega en lo que concierne a dar información. Su autor sabe cuánto tiene que hacer decir a Humbert de cada cosa, de cada personaje, cómo y cuánto alargar una situación, ajustar la intensidad dramática, el color, el peso de cada frase irónica, la densidad o ligereza de cada vocablo elegido, etc. Un prodigio apabullante se percibe, si el texto se afronta con detenimiento (y hablo de una traducción (la novela está escrita en inglés por un ruso, luego el propio escritor la tradujo al ruso; curiosidades)).


Humbert, su protagonista y narrador, es un sujeto frágil, así nos lo dice John Ray Jr., doctor en filosofía, en el prólogo. Engreído, pijo o afectado de high sensitivity, cursi… Le molesta los que no son como él (casi el resto de la humanidad) y los desprecia, y además, viste trajes caros e impecables. ¿No es para odiarlo? Porque él está instalado en la belleza, ¿cómo decir?, es un ser especialmente capacitado para apreciar la belleza, la poesía, no como los que le rodean, humanos del montón. La belleza, así hablando en general y sin acritud, esa mariconada en la que se atrincheran algunos para poder despreciar a los demás, para sentirse mejores que otros, y que presentan como coartada, incapaces, por su fragilidad exquisita y tocada por el ala de un ángel divino, de habitar el mundo real hecho de viscosidades y roces molestos y sangrantes. Es ese modelo que los ateos de izquierda, muchos, utilizan como sustitutivo de la religión. La belleza es ese otro lugar en el que se esconden los débiles poco aptos para soportar la vida, y así esquivan enfrentarse a ella. Una forma de deserción: muchos militantes de la belleza quedan inoperantes para cualquier tipo de lucha, y eso que van ganando los estados, o los mercados. La belleza, esa forma de catetismo de las clases privilegiadas y de aquellos pobres que quieren imitarla, a la manera en que algunos padres visten a sus hijas para que parezcan princesas. Ahí, en ese reducto, es donde está agazapado Humbert, es en ese lugar donde, en virtud de su exquisitez, se siente con el derecho de dar rienda suelta a su deseo, con el aliciente que provoca la morbosidad añadida de estar contraviniendo las reglas morales de su tiempo. Esto lo sabe Nabokov, y ejerce sobre su personaje una vigilancia y control que lo conduce desde el principio a tomar la decisión del castigo.
También puede interpretarse, ya puestos, como un toque de atención a toda esa gente tan remilgada. El clasismo que apenas si puede ocultar Humbert lleva en su seno la disposición pertinente para, respaldado en esa superioridad enfermizamente inventada, disponer de los demás para en ellos satisfacer los deseos. ¿Una crítica encubierta del autor hacia él mismo? Porque también podríamos especular con la idea (andamos entre ambigüedades, terreno pantanoso) de que Humbert es Nabokov, o tiene algo de él, y en cierta manera lo es. Si Humbert es un europeo que llega a Norteamérica y mira por encima del hombro a todo aquel que se le cruza, Nabokov tuvo siempre la sabia inclinación a no pertenecer, no estar alineado, a nada, con nada. Y un poco antipático sí que era, iba algo de sobradillo. Pero esto no debe ser concluyente, o sólo en parte o de manera aproximativa, mantengamos estas ideas siempre en la zona de las posibilidades, porque se podría decir que Nabokov era también, quizás, utilizando la misma fórmula deductiva, Pnin, un profesor ruso de un campus norteamericano. “Un hombre de gran valentía moral, un hombre puro, un hombre de letras y un amigo devoto, serenamente sabio, fiel a un único amor, que nunca desciende de un elevado plano de la vida caracterizado por la autenticidad y la integridad”, escribió Nabokov sobre su personaje en su novela llamada Pnin. También puede ser Pnin, en parte, y puede ser, en alguna medida, todos los personajes que creó. O ninguno.
Humbert tiene obsesión por las nínfulas (perdón, he utilizado el término obsesión, que quizá al propio Nabokov y a sus más incondicionales seguidores les parezca demasiado psicoanalítico, así que propongo como alternativa el más castizo de emperrado. En Lolita el psicoanálisis no deja de ser vilipendiado, Humbert se cachondea de los psiquiatras que frecuenta, les hace trampas, además con mucho arte y talento irónico, que le presta el más que excelso irónico autor).
Humbert es un egocéntrico. El texto que escribe, Lolita, va dirigido a los jueces y no desaprovecha la oportunidad para hablar siempre de sí mismo, centro de todo, quedando lo demás eclipsado, hasta el punto que los demás personajes acaban siendo o estando muy cerca del actante, solo existen en la medida en que interaccionan con sus intereses particulares y ayudan a la explicación de su comportamiento. Incluso la propia Lolita es sólo un personaje contado por Humbert, casi no tiene vida fuera del impactante radio de influencia del acaparatodo Humbert. Para eso él es el narrador y cuenta lo que quiere y como quiere, nada que objetar. No tiene la capacidad para medir afectivamente la distancia que media entre él y los demás, a no ser que le interese obtener egoístamente algo del otro, y convierte entonces la transacción en algo mercantil. Bien, la novela se llama Lolita, pero podría o habría de haber sido llamada Humbert Humbert. Eso es: dos veces Humbert. Si hubiera estado en su mano ponerle el título. Y esto es otro acierto de Nabokov, el infalible, porque sabe que Lolita no debe ser una novela coral, ni generacional, ni hablar de una comunidad (también ésta un telón de fondo actante que en nada altera o condiciona los comportamientos internos de tan rico personaje. Y como hacia casi todo, Humbert muestra algo de desprecio hacia ese contexto que lo acoge, esa Norteamérica llena de gente vulgar o insípida. No creo que llegue a ser una novela contra lo norteamericano, ¿no?), es una novela sobre un egocéntrico enfermo atrincherado en la belleza, porque Humbert vive a la defensiva, no puede exponerse con naturalidad, porque su naturaleza es obscena, y a ello dedica su esfuerzo el autor, sin atender, casi con desdén, casi todo lo demás. Donde otros la hubieran cagado él triunfa. Así con todo. Porque los buenos escritores no sólo aciertan con lo que es pertinente que aparezca en sus escritos, sino que eligen y descartan con sabiduría todo aquello que no debe aparecer ni siquiera en la imaginación del lector, y también saben qué elementos ubicar fuera de campo y que a la vez estén presentes en el discurso o discurrir sordo de la novela. Nabokov sabe de estas cosas.
            Lo mismo que Hamlet ya sabe que es un personaje de Shakespeare y por lo tanto se tiene a sí mismo como alguien importante, observen cómo siempre sale a escena hablando como un enteradillo, como el que ya sabe que va a descubrir el entuerto que se avecina y nos lo va a explicar a nosotros, Humbert es quizás el personaje más famoso de Nabokov y consciente de ello se ve abocado a eso que yo he llamado, temerariamente, egocentrismo. Pero no sabe que Nabokov lo odia. Efectivamente, junto a tanta precisión técnica, tanto acierto narratológico se esconde desprecio hacia Humbert Humbert. Lolita se convierte en el escenario en el que su autor muestra a su querido público, pasen y vean, sus más que sobresalientes habilidades literarias, y quizás un nihilismo soberbio queda latente tras ese parapeto de solvencia narrativa. Y, posiblemente, Humbert también odie a estas alturas a Nabokov, sin que Nabokov ya tenga posibilidad de saberlo. Obligado el personaje a vagar eternamente por las carreteras de Oregón, New México, la Costa Este, con su obsesión a cuestas, la nínfula, en alguna ocasión habrá encontrado en una solitaria estación de servicio un ejemplar de bolsillo de Lolita y al leerlo y verse expuesto a la vulgaridad del mundo, el rencor hacia su creador habrá sido inevitable.
           

(Spoiler). Es posible que Humbert muera porque la sociedad en la que vive no está preparada para su experimento amoroso, para soportar la realización plena, salvaje e irracional del deseo, y es ese tipo de sociedad el que provoca que la relación sea tormentosa, incómoda en el seno en que se produce. La obra nace y se desarrolla con ese sentimiento de culpa… Entre la maraña inextricable de significados y significantes que puede ser un texto, yo me atrevo, con permiso y modestia nietzscheana, a “abrir otra brecha aventurera” y proponer, y es sólo porque puede ser que la novela esté escrita bajo estos parámetros, o al menos esta puede ser una lectura, entre otras, lo siguiente: que, por un lado, todos nuestros movimientos personales obedezcan a una cuestión libidinal o sexual, ¿reprimidos?, y, por otro, los movimientos institucionales o colectivos persiguen la implantación de una ideología, el control de los comportamientos morales. Entonces, si aceptamos este provisional planteamiento, esta Lolita de Nabokov nos habla de la presión que lo libidinal y sexual ejercen sobre el antipático individuo llamado Humbert Humbert. Lo libidinal y lo sexual son utilizados en el relato como funciones que dominan, planean y conducen, con exclusividad (Humbert apenas si presta atención a otra cosa que no sea su objeto sexual) la actuación del personaje, un enfermo, recuerden, y las instituciones, representantes y veladoras de los asuntos sociales, al observar ese comportamiento emiten una valoración ideológica, sin olvidar que las entidades sociales también tienen sus patologías. Humbert finalmente es castigado. La novela nace con ese propósito. Una conducta fuera de la norma vigente debe ser sancionada. Humbert no es un ejemplo a seguir. Niños, no hagáis esto en casa. ¿O sería muy descabellado exponer que lo que quiere decirnos es: atrévanse, denle rienda suelta a sus instintos, vivan contraviniendo las normas que coartan nuestra libertad, atrévanse aunque el dolor y la muerte sean el precio a pagar? Este mensaje, tan improbable, puede estar solapado bajo la superficie del texto pero, como decía al principio, Nabokov no me parece que llegue a tanto, no es tan malote, tan outsider, era sólo una idea. Una sensación, un pálpito. El propio Nabokov decía que detestaba los símbolos y las alegorías. Abundando en esta lectura alucinada de la novela, quizás a alguno pueda parecer esta forma de afrontar el tema decepcionante, una postura moralista enmascarada de atrevimiento, un juego de ambigüedades que hace dificultosa ver la intención última y conservadora del autor. Y a otros, un reto, un juego intelectual para lectores perspicaces. Y al final, con esto, acaba exponiendo las dos maneras, la del moralista y la de un hedonista llevado al extremo. (Quizá no están en el texto estas sugerencias mías, pero para confirmarlo ya estás obligado a volver a leer Lolita. Incluso es posible que por estas ingenuidades, simplezas, en esa nueva lectura pongas el foco en cuestiones o situaciones que la primera vez te pasaron desapercibidas. No te enfades, tómatelo como un juego, nabokoviano, es sólo literatura).
De todas formas, de este tipo no te puedes fiar, porque siempre está jugando, y un paso siempre por delante de ti. Era un excelente jugador de ajedrez, un cazador de mariposas, un marido fiel, el mejor escritor del mundo. Un tipo así no es de fiar.
            A medida que he ido escribiendo este texto, Nabokov ha ido ganando muchos puntos, puede que sea más retorcido de lo que yo creía. También yo tendría que volver a leer Lolita. “Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes”. Enfermo perdío. Hasta puede que lo incluya entre mis autores preferidos.



Abril 2046

Ahora debo rechazar o renegar de todo esto que escribí en 2018, hace casi treinta años. No es que se ponga en tela de juicio el acercamiento crítico que tuve acerca de Lolita, tan por encima y tan ligero, tan caprichoso. Se trata de la nueva ley que ha entrado en vigor, en la que se aconseja, encarecidamente, que los ciudadanos nos abstengamos de tener opinión y hacer comentarios de los libros prohibidos. De obliterar los textos del pasado.
            –No debemos olvidar que estamos en los terrenos de la ficción –le dije, a ver si colaba, al encargado del Gobierno que me interrogaba.
            –Usted sabe perfectamente, como yo, que ya todo es ficción. –Contestó escuetamente, la expresión no dejaba lugar a dudas de que poco más había que decir.
            Pero, pensé, si así están las cosas qué daño puede hacer una ficción dentro de una ficción ampliada. Quizás ninguno, stricto sensu, pero hay una función ideológica que nunca envejece, nunca descansa: vigilancia y control.


(En el 10 aniversario, o el 15, del Cinematógrafo hicimos varios actos especiales, entre ellos estaba el pase de la película Lolita de Kubrick y le pedimos a Carlos Fdez. Serrato que hiciera una introducción a ella. No queda documento escrito ni sonoro (que yo sepa) de esa intervención, una pena, porque fue algo epifánico. Carlos nos dio una visión tanto de la pelí como de la novela tan novedosa, supo hacernos ver significaciones ocultas que quizás algunos nunca hubiéramos descubierto por sí mismos. Como pasa algunas veces, como es el caso de la crítica que hace Reich-Ranicki a El hombre sin atributos, de Musil, que supera con creces en talento y hondura el texto criticado, así, la presentación de Carlos, esa noche, igualó al menos la altura y profundidad de la Lolita de Kubrick. Si de verdad quieren tener buena información, potente, sobre Lolita, consulten a Carlos. ¡Qué grande!).






 Producto tóxico
(¿El fin de la historia? Francis Fukuyama)


Si bien Fukuyama expone claramente y con amenidad el estado general en el que la situación geopolítica quedó en el último tercio del siglo veinte, esto es, que el liberalismo ha ganado por goleada a las propuestas ideológicas y económicas de la izquierda, si esto es cierto, palpable y reconocible en grado sumo, no lo son tanto los argumentos que sustentan su tesis, en los que se apoya para construir su discurso. Al menos algunos de ellos deben ser matizados y otros corregidos; en algunos parece que hay algo de malaleche y en el texto en general hay una predisposición muy favorable y partidista hacia las políticas neoliberales, también, hay que decirlo, en ocasiones el autor parece razonar de buena fe, y a veces algo de desconsideración o desprecio a todo lo que no pertenezca a ese ámbito. Estas son las sensaciones que despierta el texto. Hablo del artículo ¿El fin de la Historia? publicado en una revista conservadora en 1989 por el sociólogo norteamericano Francis Fukuyama.
            Un ejemplo: da por hecho que la esclavitud y la emancipación, la aceptación social del negro en los sesenta en EE.UU. ya no es un problema de las políticas liberales, sino una cuestión de falta de capacidad de los negros para adaptarse “al medio”, habiendo, como dice Fukuyama, una legislación que los protege. Habla como si en el pasado no hubieran sido las políticas liberales las que crearon el problema, como si no hubiera sido el capitalismo salvaje de la época el que creó o potenció la esclavitud y sus derivados. Como si buena parte de la población blanca no fuera, simplemente, racista, es decir, que experimenta esa vertiente de la psicología que es propensa al deseo y a la exigencia de ser “reconocido” como superior al otro, incrustados estos racistas en las instituciones que debían, y deben, hacer cumplir esa legalidad que protege teóricamente al negro. Y se olvida de que la tarea del liberalismo, de cualquier forma de gobierno, no es sólo promulgar leyes y normas sino también velar por que se cumplan. Otro: Habla de que el resurgimiento de lo musulmán se debe “a una reacción del fracaso experimentado por las sociedades musulmanas ante el poderoso atractivo del liberalismo occidental”. Quizá se le olvida que ese enroscarse el musulmán en lo musulmán se debe, ¿cuánto?, al hostigamiento despiadado que Occidente infringe continuamente, desde hace siglos, a culturas que no son de su mismo signo, y sobre todo, es sabido, se interesa por aquellas zonas de las que puede obtener, por la fuerza, beneficios económicos. Y que estas manifestaciones de dominio siguen produciéndose sin descanso, alentadas casi exclusivamente por lo liberal. Perlas como estas hay varias.
            Digamos que, por esto y algunas cosas más, al artículo de Fukuyama habría que colocarle en la portada una advertencia que alertara al consumidor de que se trata de un producto altamente tóxico, que puede enturbiar seriamente la claridad intelectual si el grado de atención del lector no es óptimo o si es propenso a creer a pies juntillas o malentender todo lo que dicen las sagradas letras impresas, de las que siempre hay que dudar. O si tiene cierto interés en creérselas porque eso le conviene. O aun reconociendo que el texto no es todo lo “legal” que debiera, utilizarlo como sustento teórico para tareas de proselitismo. (Ampliando el panorama podríamos concluir que todo texto puede ser nocivo, incluso para los lectores más avispados y sobresalientes, sea cual sea su intención o ideología. Que somos seres influenciables y fácilmente maleables, por muy al loro que estemos. Es sólo una idea).
Usando una frase coloquial podríamos decir, ¡qué hijoputa es este Fukuyama, qué cabrón!, otro más al servicio del Poder. Quizá pueda ser indicativo o relevante el hecho de que fue director adjunto de la Oficina de Planificación Política del Departamento de Estado durante la administración de Georges H. W. Bush, ese angelito.
Pero quedarnos en esta visión tan inmediata y evidente del artículo, simplona, es desaprovechar algunas propuestas de consideración, a mi parecer, muy pertinentes, cuestiones aún no resueltas. La idea de Fukuyama de que hemos llegado al fin de la Historia tiene un antecedente en Hegel que ya proclamó algo parecido en 1806, y al avanzar en el texto matiza y lo que quiere decir es que hemos llegado al fin de las ideologías, que “ha terminado la evolución de las ideas políticas”, en realidad deberíamos traducir el título así: “El fin de las ideologías”. “El punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”. Así lo dice el autor. En contra de la idea en boga de la Historia, en los años ochenta, esto es, que la Historia no tiene un sujeto, ni se dirige tampoco a un fin o una meta preestablecida, que ya no tiene ideales que cumplir, Fuku se acoge a la idea de una Historia unitaria, lineal y progresiva.
Lo que más me llama la atención es la idea de “reconocimiento” que se expone en el artículo. Ese “reconocimiento” hegeliano es el deseo básico que los seres humanos tienen de ser reconocidos y respetados por los otros. Francis Fukuyama se acoge a esta acepción, que está matizada por el propio Hegel en estos términos: “el deseo humano básico de reconocimiento lleva a un combate sangriento por el mero prestigio”, quedan a un lado las ideas que defendían Hobbes y Locke de esta manera: “los impulsos naturales básicos del miedo a la muerte violenta y el deseo de preservar la propia vida y salvaguardar la propiedad privada llevaban a un “pacto” que garantizara una sociedad civil pacífica”. Parece que Fuku prefiere una idea darwiniana de lucha, competitiva, de “combate sangriento”, que una de colaboración o de “pacto”. La idea de “reconocimiento”, por supuesto, es más compleja que este simple apunte que apunto. El liberalismo, nos dice Fukuyama, es el lugar adecuado para establecer ese reconocimiento. Pero, ¿cómo debe ser reconocido un individuo en una democracia liberal, como lo entiende la izquierda (“desde la izquierda se critica a la democracia liberal porque reconoce o trata a personas en principio iguales de manera desigual”), o como lo entiende la derecha (“según la cual el gran defecto del sistema democrático es que reconoce o trata a personas intrínsecamente desiguales de manera igual”), es una incógnita que aún, sobre el terreno, no tenemos resuelta, cada facción o parte sigue enroscada en su idea. Y estas dos formas de entender ese “reconocimiento” se ve, cada vez con menos nitidez, en cómo la aplican gobiernos de distinto signo.
La democracia liberal ya (1989) no tiene competidores ideológicos, dice Fukuyama. Caídos en desgracia el fascismo y el comunismo no queda nada a lo que acogerse fuera de ésta. Y que todas las contradicciones ideológicas y sociales pueden resolverse dentro de este sistema, eso dice. Excepto la religión y los nacionalismos. Sí, es cierto que este sistema liberal posee las condiciones adecuadas para generar un amplísimo bienestar social, y que en su mano está poder resolver cuestiones sociales. Pero no lo hace, que todo se queda en papel mojado, en retórica de políticos y empresarios malolientes. Al bueno de Fuku no se le pasa por la cabeza, ni por asomo, que el fascismo, o las formas encubiertas del fascismo, actúan con la destreza sibilina del monstruo que sabe que oculto o semioculto, y últimamente a cara descubierta, se consigue más. Y las consideraciones que aporta a estas dos cuestiones, religión y nacionalismo, son como poco, curiosas. Sobre los nacionalismos apunta que algunos de estos crean conflicto porque el sistema liberal en el que están inscritos es incompleto. (¿Podría ser el caso de Cataluña?). En cuanto a la idea de religión, mejor ver la película Spotlight y ya está.
Se extraña Fuku de que la izquierda esté en contra de la Globalización, (ya suena a viejo esto de la Globalización) cuando está “proporcionando a trabajadores de esos países la oportunidad de unirse al mundo moderno”. Bien que aprovechan las multinacionales este resquicio para conseguir pingües beneficios pagando sueldos miseria y otras lindezas. Fuku dice en un artículo llamado Un reto para la izquierda que “existen escasas pruebas empíricas que respalden esta proposición, y carece de sentido si se consideran las alternativas que tienen los trabajadores de los países pobres”. Con escritos como este es como quedan justificadas teóricamente las propuestas liberales que defiende el señor Fukuyama. El problema de estas propuestas es que plantean las cosas mostrando sólo el lado posiblemente bueno de las cosas, ocultando, obviando, todo el ruido de fondo que genera la abusiva forma que tiene el capital tradicionalmente de implantarse allí donde va. Y el daño entrópico que de eso sobreviene es catastrófico. No para los poderosos, claro.
Una idea que asoma la cabeza de vez en cuando por el texto es que el hombre contemporáneo, en general, y los estados tienden a y quieren vivir y participar de una sociedad liberal, o neoliberal, en el que el consumismo y el libre mercado estén presentes, que la inmensa mayoría le ha dado la espalda a otras alternativas ideológicas.
A falta de datos estadísticos, tengo la sensación de que poca gente cuestiona un mundo razonablemente competitivo, pero debe ser innegociable que, si no puede ser de otra manera, salgamos todos al terreno de juego en condiciones dignas de poder competir con posibilidades de éxito. Otra sensación que me queda, tras leer a Fuku, es que el fin último que debe proporcionarnos un sistema político es solvencia económica, bienestar social en función de ingresos y estatus. Y que eso debe conseguirse a base de confrontación, y no de cooperación. Algo así.
Advierte que “la victoria del liberalismo se ha producido principalmente en la esfera de las ideas o de la conciencia, y aún es incompleta en el mundo real o material”, incluso cuando acude al término ideología aclara que no se trata de hablar de “las triviales propuestas electorales de los políticos americanos, sino de ideas en el sentido de grandes concepciones unificadoras del mundo”. Este es el contexto, entonces, en el que hay que entender el artículo de Fukuyama, en el de las ideas. Esto puede ser también una forma de camuflar o atemperar el mensaje, ese mensaje tóxico del que hablo.
El excelente prologuista de este ¿El fin de la Historia?, Juan García-Morán, deja estas preguntas pertinentes: “¿Estamos ante una clara muestra de sutil ironía por parte de nuestro autor?, ¿de descarado cinismo?, ¿de cruda veracidad?, ¿de pura nostalgia?”. Yo añadiría otras de mi cosecha:
¿Está resuelta la idea de “reconocimiento” que tan principal me parece para articular con atino cualquier propuesta social?, ¿hay posibilidad de vida fuera del neoliberalismo?
¿Cuenta el capitalismo con el favor de las masas?
¿Se han vuelto esas masas estúpidas y facilísimamente manejables? ¿Alguna vez no lo han sido?
¿Capitalismo sí, pero de rostro humano?
¿Es verdad que la aspiración del ser humano actual es llegar a ser un burgués acomodado, con todo conflicto resuelto y convertirse en “el último hombre” nietzscheano? (“Lo que Nietzsche llamaba el último hombre: esto es, un ser humano satisfecho consigo mismo y cuyos horizontes vitales no irían más allá de un incesante consumismo y un complaciente hedonismo”).
¿Podría mantenerse una población mundial que dentro de poco será de diez mil millones si no es a base de crear consumo?
Todas estas preguntas que pongo como ejemplo, y muchas otras que podrían surgir a poco que nos empeñemos en interrogar el texto, son las que suscita este artículo y sus secuelas. (En 1994 apareció otro artículo, “Reflexiones sobre El fin de la Historia cinco años después”; en 1992 publicó un texto largo de cuatrocientas páginas llamado “El fin de la historia y el último hombre”, que yo no he leído, y en 2006 un “Epílogo a la 2ª edición en rústica de El fin de la Historia y el último hombre”).
No soy nadie para recomendar nada y menos para calificar algo como imprescindible, porque seguramente se puede llegar a la misma conclusión recorriendo otros libros, pero, en mi modesta opinión creo que ¿El fin de la Historia?, escrito en 1989, aún consigue enfrentarnos a cuestiones y “contradicciones” todavía no resueltas. Y visto todo lo ocurrido en las últimas décadas, la democracia liberal que defiende Fukuyama en su artículo puede parecer cándida, que no lo era, si la comparamos con el capitalismo salvaje y despiadado, esquizofrénico, al que hemos llegado.
¿Ha cambiado en qué y cómo la situación desde entonces?
El artículo se cierra con un sorprendente final. Fukuyama ve en el fin de la Historia un tiempo muy triste. Nos consumirá una nostalgia de los tiempos en que existía la Historia, en que los hombres arriesgaban su vida por unos ideales. “En la era posthistórica no habrá ni arte ni filosofía, sólo la perpetua conservación del museo de la historia humana”. Estaremos ocupados en satisfacer nuestras demandas consumistas y en resolver problemas técnicos, dice. Una vez satisfechas todas las necesidades, gracias al liberalismo, claro, el hombre entraría en una fase de acomodo total, y esto lo pone muy triste. Pero su pesimismo es una melancolía del hombre competitivo y hasta cierto punto bélico, sobrado de virtudes como heroísmo e idealismo, como deja escrito en algunos pasajes. El final de la dialéctica ideológica de la Historia, y de ahí su entrada en una edad posthistórica. Pues sí, parece que el señor Fuku teme que cuando el neoliberalismo haya conseguido en la práctica todo lo que ya ha conseguido de manera teórica, el mundo será un aburrimiento y que cuando estemos hartos de ese aburrimiento que provoca el bienestar total nos dé por iniciar de nuevo la Historia. ¿Cómo será ese nuevo amanecer? Yo he imaginado que Fuku se lo imagina como un revival de las gestas medievales, con caballeros dispuestos a morir por amor y por sus ideales, batiéndose hasta morir en cruentas batallas.
Como toda teoría, expuesta en un territorio libresco en el que no existen el rozamiento y el desgaste que se produce inevitablemente en el mundo real, tiene muchas posibilidades, o todas, de cuajar en algo aparentemente factible. Sus propuestas están bien traídas y funcionan con cierta lógica, no todas, pero sólo en su particular paraíso de las ideas, allí donde la retórica se encuentra a sus anchas. Cuando habla de “una lógica igualitaria del liberalismo” (es decir, aplicar ese principio de igualdad como es entendido por la derecha, claro), es evidente que esa lógica se desvanece, esfuma, cuando entra en contacto con lo que aún podemos llamar mundo real, esa lógica desaparece como “lágrimas en la lluvia”.
Con este final, el artículo de Fukuyama deviene un magnífico relato distópico. Estamos en el plano o mundo de las ideas, claro, nos advierte el autor en reiteradas ocasiones. Sea cual sea el grado de toxicidad de este producto, las penurias televisadas cada día, y las atrocidades que no vemos, por ahora no las arregla el liberalismo que nos cuenta Fukuyama, por más que teóricamente, según nos dice, ya estén resueltas, sabemos que las leyes están pero no se aplican, ese liberalismo, si es válido, necesita de muchos retoques, ajustes, solidaridades. Y quien sabe qué más. Si al menos existieran los milagros…


(El uso que hago de referencias, citas y comentarios a filósofos, sociólogos, puede dar la sensación de que manejo con soltura grandes extensiones del conocimiento y que ando bien versado y entendido en la obra de estos nombres citados. Nada más lejos de la realidad. El uso que hago de ellos es puntual, y la profundidad de mi indagación sobre tan vastos temas debe quedar solo en el nivel aficionado de buena voluntad. Por todo esto, no deben tomarme por un narrador fiable, investiguen por sí mismos, si les interesa el tema, y que las conclusiones, entonces, sean vuestras).





Arrabales estéticos
(Ummitas, un cuadro de Rapi Díaz)




















Hay tres instituciones que tienen hace tiempo el norte perdido, si es que alguna vez pudieron ser consideradas decentes, o como decía Lyotard, grandes relatos caídos. La IGLESIA ya no satisface las necesidades espirituales de casi nadie, el ESTADO se ve incapaz de resolver los asuntos sociales y el ARTE implosionó sus propias reglas, quedando bien expuesto que eran constructos orquestados por el Poder con fines de control y normalización espuria que beneficiaran a las élites que las regentaban. Todo esfuerzo y tarea que han acometido estas instituciones ha tenido como objetivo principal, aunque no declarado, la consolidación de una casta que disfrute de privilegios, defendidos cueste lo que cueste, quedando en lugares muy secundarios la mejora de lo social o el llamado bien común, siendo estos sus principales objetivos, o eso dicen.
            En los tres casos, claro que todo sigue funcionando como si nada hubiera ocurrido. Lo convencional, en esas instituciones, sigue marcando el devenir cotidiano, bajo reglas caducas, inoperantes ya para dar solución a las exigencias del presente.
            La IGLESIA se arrogó en su momento la gestión y administración de los métodos necesarios para que “los hombres” alcanzaran el bienestar espiritual (las mujeres debían preocuparse de otras cosas), era nuestra guía en los terrenos del alma y nos exigió el abandono del cuerpo pecaminoso y no preocuparnos de nada más, todo tenía solución con un acto de fe. Y las formas que utilizó para esa apropiación no fue precisamente amable, toda aquella forma de relacionarse con lo espiritual que no estuviera permitido o bien visto y no fuera acogido bajo el manto púrpura de la Institución religiosa era violentamente perseguido y aniquilado.
            El ESTADO ha sido fagocitado por los mercados, que son los que realmente deciden, quedándole a este las migajas locales y ni siquiera ahí consiguen logros sociales de consideración para todos y sí pingües beneficios para unos pocos. La cerrazón de la casta gobernante no ve propuestas más allá de las que puedan estar bajo el manto económico de esa Institución gigante y tragalotodo que es la Corporación, una serpiente de más de mil cabezas, que utiliza la conspiración como forma de gobierno, actúan desde la invisibilidad y quizá son el “ellos” pynchoniano, mientras que el “nosotros” está compuesto por millones de gilipollas que les votan. Nada que no esté bien visto por el capital es apropiado para gobernar, se establece un cierre cognitivo que impide ver más allá de las fronteras de lo establecido, cualquier propuesta que disienta de la disciplina neoliberal queda fuera de lo posible, y sus simpatizantes estigmatizados.
El ARTE es una Institución que considera que la administración y gestión de la estética es de su sola incumbencia. Un gobierno disperso entre los museos, las galerías de arte, los profesores y marchantes, los editores, las productoras de cine, la gente de buen gusto, (“el buen gusto y el fascismo están muy cerca” decía Luke Branded), etc. tienen asumido que son ellos los que sancionan las cuestiones estéticas y todo lo que quede fuera de sus criterios no es digno de consideración.
           
Los realitys televisivos, la novela popular, aquellas películas llamadas españoladas, la colección de juguetes antiguos, los fanzines, el comic y la ciencia ficción siguen estando mal consideradas por los más fundamentalistas, las nuevas propuestas tecnológicas como los videojuegos, y abundando en esto, toda la producción digital y casi toda la cultura juvenil encuentra difícil o ninguna consideración en el mundo del Arte, las nuevas formas musicales que se van incorporando al espacio sonoro, todas estas inquietudes que desobedecen o que se producen sin ninguna intención artística, sin pudor, fuera del canon rígido y oficial, siendo todas ellas incuestionablemente propuestas estéticas. Algunas optan por constituir una especie de desafío a la tradición sacrosanta del Arte, como escribió Baudrillard “se apropian de la trivialidad, del residuo, de la mediocridad como valor y como ideología.” Y solo desde la ironía es posible contextualizar la razón de ser de estos productos: van en contra de lo establecido sin que ese ir en contra haya supuesto su principal o ni siquiera uno de sus objetivos. Especial simpatía siento por aquellos productos fallidos que, a pesar de ellos, adquieren notoriedad mediática, como es el caso del Ecce Homo de Borja, quizá uno de los iconos más representativos de lo que va de milenio. No reclamo para ninguna de estas disciplinas arrabaleras el derecho de admisión al mundo del Arte, sino que, lejos de eso, “piensen la estética sin rendirle pleitesía a la mitología del Arte.” (Ignacio Libretti).
            El Arte es una institución a la que solo es posible acceder utilizando sus aduanas, es un país soberano y clasista, cerrado, un reino antiguo con unas jerarquías bien establecidas y con unos intereses económicos y de prestigio que solo la vanidad de los mediocres anhela. “Grandes son aquellos que van en contra del Arte y al final el Arte los tiene que aceptar.” Me apunta el señor Branded. Y el guardián que está en el puesto de vigilancia no deja pasar a cualquiera, tiene la consigna bien aprendida. Todo lo que se produce en el extrarradio es mercancía artística desechable, no se deja pasar al inmigrante sucio. No es malo, sin embargo, que haya una institución que marque y fije lo que es artístico según criterios de buen gusto, sensibilidades azucaradas y férreas exigencias técnicas casi inamovibles y obsoletas, plantillas párvulas sobre las que tienen que escribir sus creaciones los mediocres. Es sobre todo conveniente. Esto supone una clarificación del panorama y cuál es la idiosincrasia del llamado mundo del Arte: es una institución clasista, lugar donde solo se admite la excelencia, un colegio caro al que solo acceden los niños de papá, o los pijos de la cultura. En definitiva: gente sensible. “Si usted llega a ser admitido en el mundo del Arte”, me indica Luke Branded, “no sea tonto y acepte. Una vez dentro rómpalo todo, sea un niño malo malo y ríase de todos, no pare de molestar hasta ser expulsado.” Y hacen bien, los del Arte. Aclara Ignacio Libretti en su Introducción al número dos de la revista NOiIMAGEN que “la identificación entre arte y estética fundada por la ilustración solo fue una maniobra ideológica con fines políticos precisos: ceñir la producción estética a la institucionalidad burguesa del arte.”
Alguno echará en falta mi falta de tacto y ecuanimidad al no mencionar los logros de estas tres instituciones. Bien, siempre habrá alguien dispuesto a ponerlas por escrito. Pero yo diría que esos logros, que los hay, no se han conseguido tanto por la iniciativa de la institución, sino a pesar de ella. Queda, por supuesto, por determinar una taxonomía más completa de lo que he dado en llamar Arte oficial y también, claro, cuáles y cuánto son de interesantes esas propuestas que suceden en los márgenes, y quizá así este relato cobre un sentido más amplio y matices más suculentos. No es mi intención hablar aquí de calidades, sino dejar patente un dentro y un afuera. Como he hecho en otras ocasiones, dejo al lector interesado la resolución de esos enigmas. No le faltará aparato teórico al que acudir para informarse y mineralizarse.
Pensar la estética fuera del Arte, así como la espiritualidad fuera de la Iglesia y pensar los asuntos sociales al margen y sobre todo en contra del Estado, fuera de estas instituciones desprestigiadas, sin casi nada que aportar ya a los tiempos presentes y menos a los que vienen, situarse fuera de ellas porque son un puto lastre.

(Este relato nace de la lectura de la Introducción de Ignacio Libretti al número dos de la revista NOiMAGEN; así como de la contemplación de un cuadro de RAPI Díaz, Ummitas, una propuesta estética fuera de lo común.)



Entrevista al autor de Ummitas, un cuadro de Rapi Díaz

(…)

Pues el título del cuadro es “Ummitas” que viene de Ummo. En los años sesenta hubo una explosión, aunque ya venía de los años cincuenta, de todo lo relacionado con los extraterrestres, de los encuentros en la tercera fase y cuarta fase. Ummo es un planeta con el que hubo comunicación…

(…)

Ummo puede ser un planeta real, sí, porque según se dice… estuvo revelado para un tipo de personas privilegiadas. Pero ya el conocimiento de los extraterrestres se basa en Mesopotamia, de esa época hay escritos que mencionan a los Anunakis, se cree que visitaban el planeta Tierra en búsqueda de oro, porque el oro es un buen conductor, los sintetizadores, los ordenadores tienen conductores que son de oro, por eso valen tan caros. Anunakis, sí, Anunakis.  Hace poco, con la invasión de Bagdad por los americanos, se llevaron tablillas, hay coleccionistas que buscan ese tipo de información, esos datos. Hay un libro que se llama Doce planetas, de un judío ortodoxo del que no recuerdo su nombre, que habla sobre ese tema. Por lo que se ve, ese libro está basado en hechos históricos, tablillas cuneiformes, basados en relieves, toda esa información se ha encontrado en esos templos de Mesopotamia, en el sur de Irak, y por lo que se ve hubo otra humanidad antes de esta humanidad.

(…)

Sí, pero todo eso está basado en datos arqueológicos…

(…)

Sí, exactamente, claro, hay una base científica…

(…)

Sí, los Ummitas son esos personajes que he pintado en el cuadro, y tienen esa procedencia de la que he estado hablando. Es así, vida extraterrestre hay… los Ummitas son unos seres que siempre me han llamado mucho la atención, me gustan. Alien, el octavo pasajero, las películas de ciencia ficción me gustan porque yo creo que traen un mensaje, pero ese mensaje la gente no es capaz de captarlo, ellos, en realidad, no quieren ser cobayas. Yo pienso que los Ummitas son seres que existen, siempre me ha llamado la atención sus ojos, a mi madre le da mucho miedo, mi madre no quiere ver este cuadro, le aterroriza… hay un libro que se llama Comunión que habla de estos temas, me interesan mucho la tercera y cuarta fase, no tanto el avistamiento de ovnis.

(…)

Los personajes del cuadro, los Ummitas, están inspirados también en una canción de Alaska, En el cielo, de sus tiempos de Fangoria, de su álbum Salto mortal. Ella habla sobre eso, sobre los implantes que hacen los Ummitas… música electrónica…

(…)

Sí, en el cuadro aparecen cinco Ummitas… ¿el significado?: el pentagrama. En el cuadro está todo pensado. Los cinco elementos… yo tengo uno aquí en la mano… sí, las rayas de la mano, esto de aquí es un pentagrama. Yolanda Agris (¿) ya hablaba de eso y la alquimia está basada en los pentagramas, todo está conectado, el cielo y la tierra, lo que es arriba es abajo, eso ya se hablaba en la Edad Media… pero el simbolismo de este cuadro, lo que yo he querido expresar… he querido expresar muchas cosas, porque estaba todo el día con esa canción en la cabeza… “en el cielo un Ummita se dirige al sol”, y también me inspira el libro Comunión…

(…)

Lo sé, lo sé. Sé que las figuras del cuadro pueden recordar a los extraterrestres de Rockwell, sí, pero yo nunca tuve en cuenta esos extraterrestres, sin embargo sí me influenció las esculturas de Henry Moore, un escultor británico que hace surrealismo y hace bronces y trabaja esos aspectos… por eso yo no he querido ser tan perfeccionista, no no, yo quiero hacerlo como me de la gana, claro que si quiero puedo ser más perfeccionista, yo quiero hacer algo diferente, algo diferente a la demás producción artística.

(…)

Es un símbolo, no son siglas. La inscripción que ves en el platillo volante es un símbolo, mientras pintaba el cuadro no recordaba bien como era ese símbolo, así que he puesto algo parecido, algo aproximado… sí, parece una ce inversa una H y una ce normal, unidas, sí pero no, el símbolo de Ummo era así, pero no estoy totalmente seguro, entonces es algo aproximado, no quería ser perfeccionista… sí, yo dejo mucho a la intuición. Mira, para ser pintor hay que ser vidente… ya sé, como tú dices: no es obligatorio, pero un pintor tiene que decir cosas y tiene que ir más allá de las cosas, tiene que dejar una sensación, incluso Gasparetto, un pintor brasileño que pintaba en trance, parecía que pintaba cuadros de Monet… era como una forma de inspiración, no es que yo tenga mucha inclinación a hacer esto, pero me interesa mucho los cuadros de los niños y de los locos, me gusta ese arte… como hacía el dúo Soft Self que empleaba en los decorados de sus conciertos arte de manicomio, Goya también hacía ese tipo de arte, sus pinturas negras era lo que veía en los manicomios.

(…)

Sí, yo trabajo en los márgenes del arte. Pero no soy ni académico  ni abstracto. Sí, tienes razón, yo soy un narrador, este cuadro cuenta una sensación, una sensación que yo tuve en el año 74, yo era pequeño… sí el cuadro tiene una idea… como mi cuadro de los cuchillos, es una violación, me lo inspiró Piluca, yo te puedo explicar cómo surgió el Casa fanta, ese cuadro que a ti te gusta tanto… ah¡ que te gusta más el de la Meninas… en verdad Piluca me habló de Toluca, una de la movida madrileña que iba vestida de un kareñake, y llevaba los pelos así y a base de hacerse fotografías con los agentes ganaba dinero… pero el que tú dices de las Meninas, claro que está inspirado en el de Velázquez, porque Velázquez me gusta, ¿tú sabes que el cuadro de los cuchillos es velazqueño?, ¿no te has dado cuenta?, los reflejos de los cuchillo es cual espejo, se ve un personaje, se ve… los otros cuchillos… se ve el huevo… mi madre me dijo que no hiciera porque tiene la esencia de lo puro… yo quería hacerlo de nievo, hacerlo más realista, yo me estoy volviendo más realista, quiero pintar más realista… sí, eso es malo… ¿tú sabes por qué te lo digo?, que a mí me gustaba más lo que decía Picasso, que había que pintar como un niño… alguien me dijo a mí que yo tenía poca técnica, (porque yo no quiero conseguirla, porque soy como los ….. de los Sex Pistols, los solos de guitarra me aburren), yo quiero verdad, eso, aquí, la gente no lo ha entendido, lo que quiero cuando pinto un cuadro es expresar mis emociones, ideas, sensaciones… incluso ser profético, eso está claro.

(…)

A veces sí. Yo creo que la técnica puede entorpecer la expresión. En mis cuadros hay partes en las que he trabajado con mucha técnica y en otras no… a veces se piensa que están inacabados, no están inacabados… tengo uno en el que se ve un ser muy extraño y se ve una cerilla, y la cerilla es perfecta, hiperrealista, y en cambio lo demás es naif, totalmente, es que la gente no entiende mucho lo que yo quiero expresar… yo, en mis cuadros, quiero expresar una denuncia, ante mi soledad, mi angustia, mis mutaciones, yo en realidad soy un marginado, siempre lo he sido, incluso en los sitios marginados a los que pertenezco… ……ser un héroe de culto que un perdedor, eso decía  ¿, y también Gary Newman, pero no me importa ser un iconoclasta, que no estoy en lo que está de moda, de mode, yo pinto como me da la gana, yo quiero pintar un jarrón y al lado pintar un cerebro, que es otro de mis cuadros, eso la gente no lo ha comprendido, me gusta el arte, tener influencias egipcias, de todo tipo de culturas del arte…

(…)

Tengo influencias de la cultura azteca, egipcia… ¿de pintores modernos?, sí, me gusta Dalí y Magritte, y Frida Khalo, los surrealistas me gustan, Ives Tanguy y toda esa gente, Tanguy estaba obsesionado con los tuertos, perdió un ojo porque un amigo le tiró una botella, sin querer y perdió el ojo. También las pintoras del grupo Bumbury….

(…)

Que están entre nosotros… yo puedo ser un Ummita, tú puedes ser un Ummita.

(…)

No sé cómo explicártelo… pero yo creo que sí, que habitan en nuestros cuerpos. Mira, en la parapsicología existen parásitos, por ejemple, tú coges una botella vacía, tiene aire, pero si tú le echas humo de un cigarro tiene algo más, ¿vas entendiendo?, existen otros tipos de fuerza y energías, la física cuántica está de mostrando cierto tipo de cosas, está demostrando que ciertas cosas son verdaderas…



Yo soy un pintor automático, como la escritura automática. A veces no hago ni bocetos, pinto directamente. No, no, a veces no los pienso. Piluca me inspiró, verás, yo tuve una pena muy grande… cuando la Piluca tenía el pub yo fui a verla una noche, y estaba muy revuelta, me insultó, todas esas cosas, me peleé con ella. Yo llevaba siempre una carpeta, y cuando llegué a mi casa me dediqué a pintar lo que me inspiró ella, era El camp de … de los cuchillos, yo me imaginaba que los cuchillos están de tal forma que ella pasaba y se rasgaba, era como hacerle daño, pero no directamente, sino a través del arte, esa era mi intención. Que los asesinos pinten o escriban en vez de hacer daño… ese cuadro me lo inspiró así Piluca.

(…)

No, el color verde del cuadro de los Ummita está inspirado en las esculturas de Henry Moore, es un maestro, inglés, muy famoso.

(…)

Sí, todas esas influencias tiene el cuadro. Alaska, Henry Moore, los Anunakis… los Anunakis pertenecían a la mitología de los sumerios… hablan de cosas como viajes luz, como los mimana, en la India, que hablan de los platillos volantes, y se ha descubierto que hay ciudades que tienen radioactividad, ellos hablaban de explosiones atómicas, el Ramayama, en la India hablaba de todo ese tipo de cosas, pájaros voladores con fuego.

(…)

Sí, pero sabes por qué… a mí el pop me gusta. Por eso mi paleta de colores es muy llamativa, colores vivos… sí, mi pintura es pop, pero tiene una base, en la arqueología, por ejemplo.

(…)

Sí, estoy de acuerdo, yo estoy ahí, a pesar de que me han dado premios. Yo estoy en los márgenes del arte. Y me siento cómodo, no sabría cómo explicarte…







RESEÑAS


MENOS QUE CERO
Bret Easton Ellis

Describe tu aldea.
Menos que cero es una novela costumbrista, unos apuntes, o mejor, una redacción que hace de su entorno un adolescente, un ejercicio tipo “describe tu aldea”.
            En ella van apareciendo de manera desganada (desganado es el tono en el que el narrador en primera persona, afectado por la desidia y las drogas y por la Historia, por la no esperanza que no la desesperanza, se expresa) los usos y costumbres de un grupo, ¿generación?, de jóvenes pertenecientes a una clase social determinada, en los primeros años ´80 que transcurren en la ciudad de Los Ángeles y alrededores.
            Este contar, desinhibido también, pone de manifiesto las interioridades del grupo, una forma de vida alejada de la corrección y de los principios éticos y morales que supuestamente deben predominar, según nos han enseñado desde chicos. Este es el “horizonte” bajo el que se desarrolla esta fábula moral. Su autor debe tener, entonces, una idea de cómo deben o deberían ser las cosas, y todos los comportamientos que no encajan en esta idea son expuestos en el texto, bajo una apariencia de cotidianidad asumida por los personajes, solo tiene que fotografiar su entorno, sin retocar, solo elegir, que ya es una forma de manipulación, en este caso para denunciar el estado de putrefacción de un grupo, ¿de una sociedad?
            Nada nuevo. Pero cada época necesita su cronista, cada tribu, cada grupo social, cada momento necesita ser descrito. Y Bret Easton Ellis, su autor, lo es en Menos que cero y lo ha seguido siendo en sus posteriores novelas, que yo aún no he leído. Para ello el autor expone a un personaje llamado Clay y lo hace moverse por los distintos ambientes y le hace contar lo que ve desde, dicho antes, un ejercicio apático, fragmentario, incisivo y edificante. Ser encapsulado en sí mismo, molesto con su entorno, aherrojado al mundo, en la tradición de ilustres personajes como el protagonista sin nombre de Hambre, novela de Knut Hansum, el extranjero de Camus, personajes lacónicos, forzados a vivir en sociedad. Estos personajes y la forma en que son expuestos ante el lector provocan la sensación de que bajo esa aparente normalidad algo va a estallar. Ese algo va a estallar son dos cosas: algo va a estallar en el propio terreno ficcional, en el devenir de la vida de esos personajes, algo se está cociendo, el roce continuo, la fricción de unos con otros puede hacer saltar la chispa y ocasionar la explosión. Y, también, algo va a estallar en el mundo, este que habitamos y que ingenuamente llamamos real, si por alguna razón este tipo de personajes se multiplicara, se hiciera mayoría, pero, como decía el de la película, esta es otra historia o la misma pero ampliada.
            Clay va al psiquiatra, parece que por iniciativa propia, lo que lo hace humano en su tibio afán por comprender su situación; a través de la opaca visión que tiene de su realidad vislumbra que su vida no transcurre por el camino idóneo, o el adecuado, o el conveniente, el que él supone conveniente, porque deduce que si haciendo lo que hace está a disgusto es posible que haciendo otras cosas se dé el caso de no estar a disgusto, es una lotería pero hay alguna posibilidad. Porque Clay tiene su “horizonte”, no está del todo perdido. O sí.

P.D. 1.
Si de verdad queréis buena información sobre este libro y sobre su autor acudid a:
y entradas anteriores.
P.D. 2.
Sería interesante un estudio detallado del momento histórico literario social y político en el que aparece este Menos que cero. Tiene un precedente ilustre, el incomparable, fuera de categoría, Yonqui de W.S. Burroughs.
P.D. 3.
Un último apunte, para molestar un poco a aquellos posibles lectores pasados de moda.
Algunos discutirán la novela en términos de valor literario a la vieja usanza, echarán de menos una prosa brillante, rica en matices sintácticos y adjetivos deslumbrantes, rica en vocabulario, alegarán ausencia de trama, echarán de menos la cursilada del arte, ¡por dios!, etc., pero nada de esto es obligatorio, ni necesario ni aconsejable las más de la veces, estos lectores, todavía, o siempre, olvidan “que literatura es aquello que queda cuando se olvidan las palabras”, como dijo mi amigo Carlos.




MICHAEL KOHLHAAS
Heinrich von Kleist

El triunfo de Kohlhaas.
Kohlhaas triunfa. Esta es la sensación inmediata al cerrar el libro ya leído. Se trata de Michael Kohlhaas, una novela corta de Heinrich von Kleist, escrita a finales del siglo xviii. El héroe ha tenido que pagar con su vida la demanda de atención que él como individuo requería y exigía. El tratante de caballos Kohlhaas no puede recuperar dos caballos que les han sido retenidos por un despótico miembro del Estado. El Estado ya ejerce sobre el individuo Kohlhaas la misma presión e injusticia, el mismo desprecio, que en los comienzos del siglo xx y en adelante ejercerá sobre los personajes insuperables de Kafka, y sobre el propio Kafka, y sobre cada uno de nosotros. Kohlhaas no es atendido por el Estado por una falla en su mecanismo burocrático inhumano y éste se alza en armas, cegado, contra todo, y hace bien porque el Estado es todo, todo lo que aplasta es Estado. Así lo entiende el héroe en una mirada precursora, moderna, sobre el papel del Estado, sobre el papel aplastador siempre constante que ejerce el Estado sobre los individuos.
Como lector me he acomodado a un “tipo” de lectura. Casi exclusivamente leo a autores del siglo xx y xxi. Hay en estos autores contemporáneos una “forma” de expresarse diferente, es obvio, a sus antecesores. Acostumbrada mi mente a esa forma, encuentra serias dificultades para la lectura de textos foráneos a ese periodo. Malas costumbres. Tengo que redoblar la atención y a poco que baje la guardia salgo con facilidad del texto (en este caso me ha ocurrido en el episodio de la carta de la gitana). Sin embargo, salvo esto, la propuesta de Kleist es tan potente que no te deja ir, te obliga a estar con él. Su proceder narrativo es ágil como el más ágil de los textos actuales. Tan contundente como los mejores relatos de cualquier tiempo.
Entiendo que fuera este Michael Kohlhaas lectura muy querida por Kafka. Kafka escribió esto: “En Kleist la modestia, la comprensión y la paciencia se suman para generar la fuerza necesaria para el éxito de cualquier parto. Por eso lo leo una y otra vez. El arte no es cuestión de aturdimientos fugaces, sino un ejemplo de efecto perdurable… En Kleist se encuentra la raíz del moderno arte alemán del lenguaje”. También sus héroes, los de Kafka, van a moverse espoleados por la injusta maquinaria estatal, de otra manera, pero con el mismo tesón, van a dejar de lado todo como Kohlhaas, hasta el punto de centrar sus vidas en el asunto en el que se ven inmersos por mor de un detalle al principio sin importancia que precipita los acontecimientos, un asunto que se convierte en el centro de la razón y sinrazón de su existencia.
“Los héroes de Kleist, conciencias inestables situadas entre mandamientos inseguros que se excluyen mutuamente, se despedazan a sí mismos. No es un espectáculo agradable. Comienza la modernidad”.  Dice Christa Wolf en la contraportada.




EL ARCO IRIS DE GRAVEDAD
Thomas Pynchon


Los metalenguajes son fuerzas de la naturaleza que utilizan el pensamiento humano para imponerse. Son de carácter totalitario y acaban consolidándose, habitando los últimos rincones de lo cotidiano, así el renacimiento, el modernismo, el posmodernismo... Ante estos colosos no cabe otra postura que la de fascinación, ¿indefensión?, como ocurre con los tsunamis, o los eclipses. Si caes dentro de ellos cambian la visión del (nuestro) mundo, trastocan “casi” todos los valores y nos acordamos mucho de Nietzche y de Foucault. Esto que digo también es lenguaje y por lo tanto simulacro...
La posmodernidad ha borrado los límites entre lo real y lo ficcional. La realidad es un simulacro, decía Baudrillard, es una convención, una construcción, un modelo creado por los seres humanos, he leído en una revista. El ser humano lo es en cuanto a lenguaje. Dentro de estas ideas fascinantes se haya esta novela. Los personajes se mueven sumergidos en esta (nueva) “atmósfera”, han perdido la gravedad de la novela moderna y son lo que somos en “realidad”, personajes que actúan movidos por fuerzas extrañas que los llevan y los traen, también, como nosotros, con la creencia de que deciden sus movimentos, mejor, sin plantearse esta cuestión. Desde este punto de vista, esta novela es más realista que cualquiera de las llamadas novelas realistas.

Sábato decía que tenemos que incluir lo irracional en una razón ampliada. Esa razón ampliada debe ser para el escritor argentino, supongamos, la realidad. Pero ¿en qué términos va a convivir lo irracional en esa realidad?, ¿es un invitado molesto?, ¿un residente de segunda categoría?, ¿es esa razón ampliada paternalista, que admite en su seno al hijo descarriado?, ¿vigilante y acotadora?
Me da la impresión de que la posmodernidad plantearía la cuestión de otra manera. Creo que equiparando ambos conceptos, mezclándolos.
En Pynchon ya ocurre así. Conviven al mismo nivel lo fantástico, lo irracional y lo real, lo real ficticio, novelesco. Sin embargo, el texto no deja de tener una aspiración moderna, esta es la de representar una totalidad, fragmentada sí, pero queriendo abarcar una “realidad”, en este caso en el sentido de simulacro. Y es que la posmodernidad, quizás a su pesar, ¿contiene la modernidad?, o al revés.
El Ulises resulta plano comparado con esta novela tridimensional. Una locura.




CONTRALUZ
Thomas Pynchon


Contraluz, de Thomas Pynchon, es un texto pedagógico de Historia o una novela histórica. No una Historia que captura solo los grandes acontecimientos sino la intrahistoria. Abarca un periodo reconocible entre 1893 y 1920, espacio de tiempo en el que las vidas desperdigadas de los hijos del anarquista Webb Traverse, en un mundo que está gestando un mundo futuro, nuestro presente, se ven expuestos a aventuras, odios, desesperanzas y todo lo que conlleva vivir activamente, afectados muy de cerca por esos cambios históricos.
            Los personajes de la novela, al principio alejados unos de otros y sin contacto, van encontrándose a lo largo de la narración, rozándose, un poco a la manera de vidas cruzadas, en esos puntos en el espacio o agujeros negros en los que van confluyendo y desapareciendo, para volver a aparecer más tarde, en una entrópica evanescencia en la que van perdiendo sus ideales o su inocencia.
            Nos relata el autor el principio del fin, los supuestos termodinámicos en los que se genera y consume la energía están empezando a ser utilizados y esto abocará un futuro apocalíptico. (Excelente el capítulo de los emigrados del tiempo, pág. 521 y siguientes).
He leído la novela en clave actual. Me explico. Cambiando los utensilios que manejan los personajes por sus casi correspondientes actuales, la novela podría transcurrir en nuestros días. Motocicletas incipientes; primeros teléfonos inalámbricos. Y, en general, la ciencia, como ahora, en ebullición. O la Venedig in Wien, una Venecia en Viena, que preludia los parques temáticos actuales, esos sí, con la inocencia aún no perdida por el hiperconsumo.
En la página 908, Kit se plantea lo siguiente: Kit es el hijo menor de Webb Traverse, un anarquista asesinado por un capitalista, Scardable Vibe. A la altura de esta página planea la inminente venganza: Kit y su hermano Reef quieren matar a Vibe, están en Europa, aún no se ha consumado la venganza, todavía es una promesa para el lector que, así es mi caso, la espera con impaciencia. El narrador nos dice lo que piensa en este momento Kit: “Kit casi habría llegado a esperar que algún día, en un futuro soñado, cuando su silencio se hubiera vuelto plausible para Pearl Street, llegaría su hora de regresar, agente por fin del fantasma vengativo de Webb, de regresar a la América diurna, a sus asuntos prácticos, a su constante negación de la noche. Donde actos como el que él pensaba realizar no recibían otro nombre que el de “Terror”, porque el idioma de aquel lugar –ya nunca decía “hogar”– no poseía otros”.
            El título original de la novela es Contra el día. La negación de la noche en la que piensa Kit es esa América oscura, insaciable y materialista que está consumándose sin piedad en los albores del siglo XX. Matar a Vibe es matar simbólicamente esa América de la que es representante el magnate hijodeputa. Pero también es entrar, pertenecer, a esa barbarie. El título Contra el día puede referirse a ese comportamiento del incipiente imperio favorable a las tinieblas, lugar idóneo en el que prosperar. Centro, quizá, de todo el arsenal crítico de la novela.
El texto, de 1.337 páginas, da mucho de que hablar, mucho que reseñar, analizar, etc. Es un Pynchon. Insolvente yo para ir más allá de estos tibios apuntes, de estos movimientos rápidos del pensar, espero que, por ejemplo, un texto de Francisco Collado o un artículo de Juan Fº Ferré sobre Contraluz  nos ayude a comprender de manera amplia este inmenso libro de Pynchon.

P.D.
El crítico Antonio J. Rodríguez hace una reseña del libro en la revista Quimera 323 de octubre de 2010, en la que dedica casi todo su espacio a hablar del texto en términos de dificultoso, considerándolo una subida alpinista de “ochomiles”, lo compara al Finnegans Wake de Joyce o al propio El arco iris de gravedad. NO LE HAGAN CASO. No siendo un libro de lectura fácil, Contraluz, comparado con estos, es un libro convencional en cuanto a su fluidez de lectura, su disposición temporal de los hechos narrados y su aspecto formal en general, eso sí, como todo producto Pynchon encierra claves científicas no al alcance de todos a la primera, incluido yo (para remediar esto recomiendo una aproximación al esclarecedor texto de Francisco Collado El orden del caos: literatura, política y posthumanidad en la narrativa de Thomas Pynchon, editado por la Universidad de Valencia. 2004, en el que desvela ese tipo de claves, y muchas otras, a anteriores novelas del autor). Más allá de esto, el texto de Pynchon es adictivo y no requiere un equipamiento especial para escalada, solo un poco de paciencia ante su largo recorrido, una actitud de lector atento y activo, prestar atención a lo que dice “el otro”, como requiere la profesión lectora. Y a disfrutar, si puede.





ALGO SUPUESTAMENTE DOVGERTIDO QUE NUNCA VOLVERÉ A HACER
David Foster Wallace

Me he reído con este libro de David Foster Wallace como me he reído con los libros de Kafka. Me he preguntado si D.F.W. es tan grande como K. y por supuesto me he contestado que no, pero tengo la sensación de que dos generaciones más tarde los lectores de ambos encontrarán una distancia muy pequeña entre ellos o ninguna, y muchas más similitudes que las que yo ahora aprecio intuitivamente. Entre ellas puedo apuntar dos: El humor y la honestidad (1).
            Otra similitud, menos clara, es la sensación de que ambos, cuando escriben, lo que hacen es redactar un Informe. Son dos funcionarios que dejan constancia de la existencia mediante la escritura. En el caso de D.F.W. y este libro, lo he leído como si se tratara de un briefing, como si el escritor fuera el empleado de una Agencia Publicitaria a la cual Cruceros Celebrity encarga un estudio sobre el funcionamiento in situ de la empresa. Este informe (Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer) que redacta D.F.W. servirá a la compañía de mega cruceros por el Caribe para mejorar las prestaciones de sus servicios, así como para entender los comportamientos de sus clientes, los consumidores –léase, en un sentido amplio, ciudadanos– que adquieren este tipo de productos.
            Un detalle: el final (del libro de D.F.W.) es demasiado abrupto, incluso para mí que no me desagradan los finales abruptos.

(1). Este libro ha sido editado en España por Random House Mondadori. Si puede no deje de leer el artículo “Paradojas de lo cool. Micro propuestas para una posible lectura política de lo literario” de Alberto Santamaría que aparece en el número 340 de la revista Quimera. Marzo 2012.
Leer aquí: http://miguelguerreroruiz.blogspot.com.es/p/blog-page.html.
                Abundando en este tema, la edición que manejo tiene como colofón el siguiente texto:
                “El papel utilizado para la impresión de este libro ha sido fabricado a partir de madera procedente de bosques y plantaciones gestionados con los más altos estándares ambientales, garantizando una explotación de los recursos sostenibles con el medio ambiente y beneficiosa para las personas. Por este motivo, Greenpeace acredita que este libro cumple los requisitos ambientales y sociales necesarios para ser considerado un libro amigo de los bosques. El proyecto Libros amigos de los bosques promueve la conservación y el uso sostenible de los bosques, en especial de los Bosques Primarios, los últimos bosques vírgenes del planeta”.



LA BROMA INFINTA
David Foster Wallace

El gran proyecto literario de Flaubert era de largo alcance y quizás múltiples caras, aunque su íntima intención debe quedar divida en dos grandes aspiraciones. Una de sus líneas a seguir era la negación de todo dirigiéndose hacia el vacío en el que habita la nada, o la sospecha de la nada, y quedó cerrada y conclusa, tal vez, con el nouveau roman: el libro de páginas en blanco soñado por Flaubert era el siguiente y último paso.
            El otro camino a seguir era el de la negación de todo cayendo en la sobreabundancia, lo excesivo, un maximalismo cruel, la nada en todo, y este camino ha quedado cerrado y concluso, tal vez, con La broma infinita.

3/7/11



VIAJE EN AUTOBÚS
Josep Pla

El señor Pla es un baboso; escribe: “Al poco rato me encuentro con un puente. Los puentes suelen ser muy bonitos. Me siento en la piedra del pretil y enciendo una pipa”. Hay momentos en los que Pla gana en bobaliconería a la película más plasta de Walt Disney, o a alguna canción maccarthiana. Y un tiquismiquis, un nostálgico (la nostalgia es reaccionaria), que de todo signo de progreso se fija en sus aspectos desagradables (muchos de esos aspectos desagradables se superan fácilmente con poner solo un poco de interés en entenderlos, una actitud abierta hacia lo nuevo, no incondicional, claro, también lo nuevo debe ser pasado por un razonamiento crítico, o algo así, pero Pla no quiere que le mareen mucho con nuevas fórmulas, que le inquieten su abandono provinciano, no me saquen de lo que domino que me pongo nervioso) y por olvido o conveniencia a sus intereses conservadores, o a su cortedad de miras, no señala los positivos. Maniqueo.
            El mundo se ha vuelto convulso, caótico (mentira, es una coletilla de uso fácil y común, siempre lo ha sido, en cada época a su manera) y le exige al personal con un poco de curiosidad un plus de actividad y viveza (no es obligatorio dar ese plus), lo que se dice estar al loro (no confundir con estar estresado, agobiado, querer abarcarlo todo, etc.), intelectualmente activo en el sentido de adentrarse en los nuevos territorios que nos propone la actualidad (la actualidad es ese lugar y tiempo en el que vivimos). Es posible que Pla no estuviera provisto genéticamente más que para la lentitud sabia del caracol, incapacitado para ser perro callejero que tiene que buscarse la vida en la urbe, o similares. Tampoco parece que estuviera equipado con las antenas precisas para captar los memes que la época producía. En cambio, se pertrecha en el tópico cualquier tiempo pasado fue mejor, se inviste de sabio alejado del mundanal ruido ya de vuelta de todo, de romántico con boina, y apostola en su “Viaje en autobús” simplezas como esta:
            “Escuche usted un momento,” –se dispone a leer un párrafo de un libro de Chesterton que lleva a mano a la señorita que se ha sentado a su lado en el autobús, una maestra de primaria que lleva sus libros de gramática, geometría, historia, de manera visible, inclinado el gusto hacia la ciencia le ha dicho anteriormente ella a él– “La ciencia –escribe Chesterton– la ciencia puede analizar una chuleta de cerdo y decir cuánto contiene de fósforo y cuánto de proteínas, pero la ciencia no puede analizar el deseo de chuleta de cerdo de ningún hombre y decir cuánto tiene de hambre, cuánto de costumbre, cuánto de capricho nervioso, cuánto de persistente amor a las cosas bellas. Cuando un hombre desea chuleta de cerdo, su deseo permanece literalmente tan místico y etéreo como su deseo del cielo”. El pobre nunca hubiera intuido que el deseo es algo que sí puede descifrar y explicar la ciencia, que no tiene nada de místico, que es el resultado de funciones que se organizan en el cerebro, etc. Es verdad que en su tiempo no era fácil saber esto, pero aunque hubiera sido asequible el dato él nunca se hubiera documentado al respecto, porque tenía una actitud despreciativa hacia la ciencia, iba sobrado de sabiduría campestre.
El caracol, en su caminar, sigue dejando un rastro de baba. Además, la ciencia, en esos momentos en los que el escritor Pla ejercía como tal, es muy posible que ya tuviera respuestas a cómo se produce el apetito, a cómo ese capricho se debe a una demanda fisiológica, etc. Pero de este tipo de cosas el señor Pla estaba muy lejos de enterarse, supongo, tan ocupado oyendo el trino místico de los pajarillos, acudiendo a bibliotecas vetustas para libar en esos libros antiguos y clásicos, sancionados por la tradición y el buen gusto, llenos de sabiduría, pero ay!, en una ocasión no pudo concentrarse en la lectura porque el bedel, o quien fuera, estaba comiendo unos cacahuetes.
No hay crítica en esto, cada cual da lo que tiene, ni en lo que digo a continuación: el señor Pla es maniqueo, ¿y quién no?, cada cual lo es a su manera. La dicotomía que presenta, lento/frenético, es de trazo grueso, no aporta más que vaguedades y simplezas, sin apuntar una tercera vía razonable (tal vez haya un territorio habitable entre Apocalípticos e Integrados), la propia propuesta de salida es engañosa, el señor Pla opone a la lentitud lo frenético, la partida está ganada desde el principio, ¿quién se va a decantar por la segunda cláusula?
           
La conclusión final y general es que estoy de acuerdo con el señor Pla. Ahora todo va demasiado deprisa (menos la Justicia, las más que necesarias reformas democráticas, mi conexión a Internet), que hay que rebajar esa aceleración, eso es obvio, lentitud sí, (la lentitud deberá aplicarse en los momentos adecuados, no siempre, y no hay que pasar directamente a lo frenético, habrá que ser, cuando la ocasión lo requiera, ágil, vivaz, resolutivo en unos plazos convenientes, sin que por eso la situación te lleve a estar como dice el señor Pla, “con los ojos fuera de las órbitas, la mirada saturada de los efluvios del imán, la frente muy salida y prominente, agitada por papeles, teléfonos, secretarios, ruidos y luces invisibles…” (por favor señor Pla, no nos asuste), en fin, era lo normal cuando los ciudadanos en los años cuarenta acudían al ayuntamiento de su ciudad para tramitar el pago de la basura o la contribución, (si el señor Pla viera lo que ocurre ahora: un señor con las orejas puntiagudas y el cráneo metálico al que no le gusta nada la naturaleza, con voz de robot, imitación japonesa pero que todos creemos que es de fabricación patria, te atiende tras una mampara de cristal en menos de dos segundos, pero si tu formulario no está bien cumplimentado aparecen de las paredes dos brazos de goma, te abrazan, te agitan hasta quedar tu cuerpo descuartizado, las vísceras esparcidas por el habitáculo; gracias al progreso y la nueva tecnología, en cuestión de medio minuto el recinto en el que el usuario ha sido atendido queda perfectamente limpio y una voz amable dice: ¡siguiente!), lentitud sí, decía, pero no la del caracol baboso que propone Pla, me quedaré por ahora con la lentitud malsana de los lémures de W.S.Burroughs, perdón por la comparación, (por cierto, Burroughs decía que prefería la ciudad porque en ella podía encontrar un trozo de campo, los parques, pero en el campo no había trozos de ciudad), insisto, no quisiera llegar a la lentitud que él propone, es posible que acabara algún día en “un puente muy bonito” oyendo el trinar de los jilgueros bajo un cielo celestial, o diciéndole a una señorita, “revistiéndome de valor”, “sin duda es usted muy instruida…”, dando gracias al cielo, lentamente, “por haberme dotado de ese persistente amor a las cosas bellas” al oír el contraerse de mi tejido adiposo en las cavidades místicas de mi interior.

Al igual que Pla, qué inexactitudes estaremos cometiendo en los juicios y valoraciones que emitimos sin pizca de duda en nuestras aseveraciones, un punto de innecesaria soberbia en ellas.



LA CASA DE HOJAS
Mark Z. Danielewski


En “La casa de hojas”, la más que buena novela de Mark Z. Danielewski, aparece como protagonista una casa. Esta casa, vista desde el exterior, es una casa normal, asequible, limitada. Con dos vistazos ejecutados sobre ella puedes hacerte a la idea de que se compone de planta alta y planta baja y de que en esas plantas están las habitaciones que todos sabemos que hay en las casas: salón, dormitorios, dos o tres cuartos de baño, despensa, sótano, poco más. Es decir, un espacio limitado, predecible. Esa es la impresión que nos causa la casa desde fuera.
            Pero una vez dentro la casa tiene unas dimensiones ilimitadas, y además, se puede decir de ella que está viva. Casualmente sus nuevos inquilinos encuentran una puerta poco visible a primera vista, y a partir de la apertura de esa puerta la casa se hace insondable, infinita. Esto podría ser un juego de percepción, ¿o realidad especulativa? Un juego intelectual puede ser también aplicar esta paradoja a otras cuestiones. Por ejemplo: igual que cuando desde fuera miramos la casa de Danielewski vemos un mundo limitado, lo mismo puede ocurrir cuando miramos la portada de un libro y accedemos al paratexto que lo rodea. O el afiche y tráiler de una película. Lo que podemos vislumbrar viendo la fachada de esos productos culturales es insignificante comparado con lo que descubrimos, o podemos descubrir, al entrar en ellos. Una vez dentro todo se multiplica exponencialmente, la exégesis de un relato siempre supera las intenciones del autor. La casa de Danielewski nunca habría podido ser inventada solo por un arquitecto, necesita de un lector que se aventure en ella y entonces adquiere sus verdaderas dimensiones.
            Y ahora viene la traca final.
            Lo mismo ocurre con la fachada de la vida. Lo que vemos cuando estamos frente a ella es abarcable, pero cuando nos adentramos en ella es infinita.

Pues bien. Hay un tipo, digamos que es un amigo, que me está todo el rato, todo el día, siempre, lleva años, toda la vida, describiéndome la casa desde fuera. El muy mamón lleva treinta años soltando el mismo discurso, es lo que se llama un paliza. Con solo mirar la fachada ya tiene una opinión de algo tan complejo como es la casa Danielewski. Se planta delante de la casa, yo creo que nunca se ha movido de ahí, y me cuenta los detalles que ve. Es algo ingenioso a veces, eso sí. No siempre se repite porque de tarde en tarde ve cosas en la fachada que para los demás pueden pasar desapercibidas, y eso se agradece. Pero les juro por lo más sagrado que esos momentos son habas contadas. El resto, se lo pueden imaginar, es repetición sobre repetición que el pobre trata de contar con otras palabras, pero ya sé lo de la ventana, lo de la transición (perdón, lo de las puertas), que si las enredaderas han crecido de manera desordenada por la fachada este de la vivienda y eso facilita la entrada a la casa de bichos… etc. Que si esto lo arreglaba yo así y aquello otro asá. Es un apocalíptico: pronostica cada día que la casa caerá al día siguiente. Es muy probable que algún día acierte. Porque lo que este individuo ve cuando mira la fachada de la casa es una casa defectuosa y es de los que piensan que las cosas deben ser arregladas de manera drástica. Aunque educado en las formas, en el fondo es muy belicoso, todo lo quiere arreglar cortando cabezas y cosas así, un lumbreras. Es verdad, ahí lleva razón: la casa necesita unos arreglillos, o algo más. Pero claro, me digo, de qué vale arreglar la fachada si luego la casa se está cayendo por dentro. Pero esto, mi amigo no lo sabe, solo lo intuye, porque nunca ha entrado en la casa. Ah!, se me olvidaba, la única mirada que aplica sobre la casa es una mirada política, muy parecida, (influenciada o abastecida) a la que tienen los tertulianos de los programas televisivos de debates políticos.
            Bueno, ahora me dice que sí, que ha entrado en la casa y que el interior también necesita arreglos, que está anticuada y huele mal. Y que, efectivamente, el interior demuestra una idea que tenía antes de entrar. Esta idea es que la casa es antigua y que los moradores de hace unos años quisieron modernizarla un poco, pero que fueron unos cobardes y no se atrevieron a una reforma radical y entonces han dejado una mezcla de lo antiguo y lo moderno que no ha solucionado los problemas de la casa. Hasta ahí, bien. Puede ser. Ha aplicado al interior una mirada igual que la mirada que efectúa sobre el exterior, yo creo que plana. Pero, ya me lo temía, no ha visto ninguna puerta rara. Dice que la casa por dentro es una casa normal. ¿La casa de Danielewski una casa normal? ¿Pero cómo ha leído este tío el interior de la casa? ¿No ha visto la puerta que la hace insondable, rica en matices, ni se ha percatado de que las estanterías en las que hay algunos libros caídos exceden el tamaño que debían tener en origen? ¿Ni ha visto las cuerdas ni los aparejos de espeleología esparcidos por el suelo, hablo de memoria, que se han utilizado para bajar a las profundidades abisales de la casa? Nada de esto ha visto. Mejor que no hubiera entrado.
            Y si le comentas algo es peor. Anda que le den, y que se quede con su mirada plana sobre la realidad.



EL MUNDO QUE JONES CREÓ
Philip K. Dick. (26/3/19)

En esta novela también hay un ELLOS:

“–Pero nos mantienen vivos –dijo Irma–. Después de todos estos años, nos mantiene con vida, y nos cuidan. Deben de sacar algo de todo esto. Deben de tener algo pensado”.

A poco que uno se esfuerce, puede ver en estos siete personajes que habitan el Refugio (primer capítulo), lazos nada forzados con las criaturas, más extremas, que diseñó Beckett a lo largo de su inigualable obra, lo que los diferencia es una cuestión de posthumanidad.
            Seres que en estos primeros diálogos, nos hacen ver que están allí sin haberlo elegido, y sin saber qué función vital se espera de ellos, y sobre todo Irma apunta tímidamente que todo puede deberse a un engaño, o a un simulacro.

            “–Si tuvieran un propósito para nosotros nos los dirían –afirmó Frank (…)
            ”–Yo no estoy tan seguro –respondió Irma”.

            Estas primeras, y más adelante las que siguen, incógnitas que se plantean van siendo aclaradas con solvencia, sin aspavientos… “Había médicos en lugar de policías”.
            Si creéis que con esto dicho estoy creando spoilers, es que no conocéis bien a Dick. Más allá de estas primeras páginas suceden cosas que jamás intuiríais. Pero es solo, y esto sí es spoiler, porque el mundo que Jones ha creado es demasiado parecido al que nosotros habitamos en nuestra increíble actualidad. Estamos en 2019 y Dick publicó esta novela en 1956. Y sabe dios en qué año se está leyendo esto.




SOLENOIDE
Mircea Cartarescu

Acudo por segunda vez a la novela de Cartarescu porque distintas voces insisten en que es un escritor posmoderno, él mismo se manifiesta admirador o seguidor de las técnicas posmodernas en literatura (dice no interesarle la filosofía posmoderna) y que considera a Pynchon el escritor vivo más grande. Con estas premisas he empezado a leer de nuevo Solenoide. Hubo hace unos meses un intento, solo acabé los tres primeros capítulos, porque ciertamente me aburría, no suelen interesarme las novelas autobiográficas, sean los hechos narrados reales o ficticios, con excepciones, en las que se advierte una postura sentimental, a la que se adjunta las más de las veces una babosa nostalgia del tiempo paraíso perdido, la superación tontita de un trauma o algo parecido, todo esto narrado con una sensibilidad por encima de la media, o el autor es un progre o perteneciente a la izquierda ya tan caduca, que aprovechará la coyuntura, siempre de forma subliminal o con descaro contenido, para enfrentar ese tiempo perdido con el nefasto presente cargado de diabólica tecnología y posthumanidad. Este tipo de novelas acaban siendo tan maniqueas o sosas como las películas de Jacques Tatí, o los escritos de Josep Pla.
            En este segundo, y último, intento por leer la novela de Mircea Cartarescu llamada Solenoide he llegado hasta el capítulo sexto, me he asomado a los siguientes, por ver si la cosa cambiaba algo, y no he visto cambio alguno. Ni asomo de posmodernismo literario, sino más bien lo contrario.
Como ven, no puedo asegurar que la novela sea buena, mala o lo que sea que se diga en estos casos, porque entera no ha sido leída, pero no ha sido leída porque me he aburrido y no me ha interesado nada de lo que me contaba ni como me lo contaba el escritor llamado Cartarescu, en ese tramo de lectura. Y a otra cosa.




CRASH
J. G. Ballard


La preocupación principal de Ballard al escribirla era, según sus propias palabras, “advertir contra la fascinación casi erótica que produce la tecnología”. Ballard el moralista nos advierte.
Esto en 1973, fecha en la que se publicó la novela. Ahora se podría decir que la masa tiene una relación pornográfica con la tecnología y, abundando, una relación farmacoparnográfica con la realidad. Yo diría, ya que estamos, que por estas relaciones vivimos omnubilados o colocados. Este colocón, bien lo sabe dios, nos preserva del impacto insoportablemente letal con la realidad.
Ballard se anticipó muchas veces a muchas cosas. Este es uno de los rasgos que siempre se subrayan al hablar del escritor británico; casi es inevitable.
La lista que da el narrador de tipos de accidentes y accidentados no tiene desperdicio, un glosario de tipos que componen sin escapatoria el mapa demográfico del momento.
Aquí, el espacio que acoge la historia, es metálico, acero y cemento, autopistas, zonas de aparcamiento, naves, terminales de aeropuertos, etc. Ensayado y logrado de manera extrema en su novela anterior La isla de cemento.
Y Crash nos habla constantemente del cuerpo: “Por primera vez me enfrentaba a mi propio cuerpo, inagotable enciclopedia de dolores y excreciones…”
Y cómo establece una relación directa entre los propósitos de los mass-media y el destino individual del hombre: “Como todos los que viven asaltados por carteleras admonitorias y films de televisión con accidentes futuros, yo había tenido la impresión vaga e inquietante de que la espantosa culminación de mi vida se ensayaba desde hacía años, para ser representada en una carretera o intersección que solo los directores de esos films conocían. A veces me preguntaba qué tipo de accidente de tránsito provocaría mi muerte.”
La distancia focal que el lector debe establecer con el texto ballardiano es la que se deduce del conocimiento que este tenga de a qué registro narrativo pertenece ese texto. La suspensión de la incredulidad o pacto ficcional que exige la literatura de Ballard tiene su graduación. No es nuestro autor un escritor naturalista, no reproduce la realidad tal cual sino que crea un territorio de comportamientos supuestos.
En Crash, su protagonista adquiere una sensibilidad extrema hacia el maridaje entre tecnología (coches) y eros (placer erótico) al tener un accidente automovilístico. Esos comportamientos obsesivos que el personaje va a tener a lo largo de la historia exceden con mucho, en términos generales, lo que pueda darse en la vida real, digamos entonces que están amplificados. Ballard es un fabulador, crea distopías y mundos posibles, y para ello utiliza la hipérbole como forma de expresar sus ideas. (Digo esto, sin ánimo didáctico, solo alertado, porque un lector enemigo mío, al que le creí que poseía la facultad de posicionarse con solvencia ante los distintos tipos de narrativa, me sorprendió con el comentario de que Crash no podía ser posible, literalmente, en el mundo real, que los escritores lo que debían hacer, me hablaba cabreado, era escribir sobre asuntos reales y tratados de manera adecuada, desde el realismo. Este parecer viene de un tipo que consume mucha lectura y que se cabrea por tonterías). Ya sé que esta alerta no es pertinente para bastantes de los pocos que lean esta reseña, pero me da por pensar que mi enemigo no es un caso aislado sino representante de un vasto ejército en las sombras que combate la literatura de género, quizá solo porque no entienden los registros internos que la hacen funcionar, los propósitos que persiguen, etc.                                                                                                                                               “En un accidente de automóvil la muerte estaba determinada por vectores de velocidad, violencia y agresión, ahora captados en los oscuros magullones de mi cuerpo y la marca del volante como una placa fotográfica o la imagen congelada de una película.”
Cronenberg debió alucinar en colores cuando leyó por primera vez este texto. Y luego, cuando se le pasó la coloqueta hizo con la más que buena obra de Ballard un peliculón.




EL GRADO CERO DE LA ESCRITURA
Roland Barthes
(Grado Cero. Mutante actualidad. Pequeña contribución caótica al caos, a la sombra de “el grado cero...” de Barthes).


Los textos deberían ser leídos al menos dos veces: en el momento de su edición/producción, y años más tarde, cuando el texto se encuentra solo, fuera o lejos del ámbito en el que nació y se desarrolló. ¿Qué hacer con los textos editados en esos momentos en los que aún no éramos lectores, o siéndolo no quisimos, pudimos o no nos topamos con él, o la mayor imposibilidad, no haber nacido o haber muerto ya? Es preciso en estos casos, habría que decir, un acercamiento a ese momento, un esfuerzo por conocer la época y sus entresijos; olvidémonos de captar matices emocionales, sensitivos. Visto así, la recuperación de textos pasados entraría en la categoría de lo titánico, erudita arqueología por poca que sea la exigencia, y aun así el texto siempre aparecería velado.
La lectura de un texto recién publicado no es inocente (nunca lo es; aquello de que el objeto, al ser observado, es modificado por el que mira, porque en esa mirada va implícita una educación, una ideología, intereses particulares tanto físicos, psíquicos, genéticos, emocionales, económicos, etc.; esa mirada no es inocente). Pero además, en los momentos inmediatos a su publicación, si ese texto es del momento, no está solo, no sólo está el texto sino alrededor de él toda la actualidad (acordemos que la actualidad tiene una apariencia muy determinada, con unos comportamientos quizá fácilmente objetivables, genera unas formas de ver, captar, percibir, entender el mundo en cada momento, algo así como el zeitgeist que llaman los alemanes), y eso incide en la lectura de ese texto y lo produce. El texto sigue haciéndose. El texto adquiere sobre su propia condición la condición que le impone la actualidad. La actualidad dota al texto de aristas y matices que irán despareciendo o disolviéndose en el texto, para aquel que quiera o pueda captarlos o rescatarlos. En la misma medida el texto va absorbiendo las nuevas actualidades y se va modificando.
Años más tarde, cuando el horizonte de expectativas cambie, cuando la actualidad se presente bajo otros parámetros con los que medir la “realidad” el texto ya no será leído bajo la mirada de aquella actualidad desaparecida: Tendremos la impresión de leer un texto aislado; las palabras, la sintaxis, su estructura se nos aparecen descarnadas, eso sí, leído el texto bajo la imposición de nuestra nueva actualidad, con lo que ello supone, si hemos llegado a ella, claro. Mirar ese texto desde otra perspectiva; el foco desplazado da luz a lugares antes en sombras. (Es verdad, hay textos que no resisten una segunda lectura).

P.D.
Entonces, la relectura puede ser huera, o de baja intensidad, para aquellos que bajo una forma clásica del pensar no mutan de actualidad, no acoplan su paso al paso de los tiempos. Aquellos que en su momento se anclaron en una actualidad que creyeron su actualidad definitiva, aquella que colmaba todas sus aspiraciones. Mutar de actualidad supone un riesgo, aprehender las nuevas propuestas no está al alcance de todos, abandonar ese terreno conocido y adentrarse en nuevas actualidades requiere una actitud de riesgo, de aventura continua. Desprovistos del valor necesario, se decantan por “conservar” lo que tienen.
Como decía Barthes en el momento de publicación de su Grado Cero y como dice ahora ese mismo texto, “en el arte clásico, un pensamiento ya formulado engendra una palabra que lo expresa y lo traduce. El pensamiento clásico es sin duración, la poesía clásica sólo posee la necesaria para su disposición técnica. Por el contrario, en la poética moderna, las palabras producen una suerte de continuo formal del que emana poco a poco una densidad intelectual o sentimental imposible sin ellos”.
Esa densidad intelectual o sentimental satura los textos de tal manera en tan corto “espacio de tiempo” (es curiosa la dependencia que sufre el tiempo con respecto al espacio; es fácil concebir el espacio sin tiempo pero más difícil imaginarse un tiempo sin ubicación espacial) y presionados estos por ese continuo formal, ese revalidarse constante fatal, da comienzo a la aceleración que supone desde entonces (pongamos que desde Flaubert) los cambios de actualidad, un ritmo de cambios cada vez más vertiginoso (¿estamos ahora dentro de un gran burbuja de actualidad detenida en la que, dentro de ella, se producen infinidad de pequeños cambios de actualidad cuyo fin es la liquidación de formas obsoletas?), al que de forma darwiniana sólo se adaptan los más capacitados de la especie, quedándose en el reducto clásico, lugar de prestigio, los inadaptados. La actualidad para ellos es, entonces, calificada de moda pasajera (incapaces de ver más allá de la apariencia con que se presenta); toman vericuetos expresivos para justificar su rechazo a lo nuevo calificándolo de banal cuando es falta de capacidad para entender esa actualidad. O/Y miedo a lo nuevo.
El moderno (¿incluimos en el apartado moderno a los posmodernos?, sólo sea por simplificar) es el altavoz de su tiempo, de su actualidad, seguramente no de forma libre como algunos de ellos creen, sino inducido por esa actualidad; la actualidad necesita soldados para su difusión y defensa y los recluta en aquellos barrios que están habitados por los que van a la última, el intelectual más allá del progresista (los progres de izquierda se han quedado estancados en una actualidad hace tiempo superada), acaban estos tan ensimismados bajo las luces del momento que quedan algunos atrapados como insectos en esa telaraña tejida con los más bellos hilos de la actualidad, y a poco que se descuiden son un proyecto de hombre clásico.

Coda
Decía y dice Barthes en su Grado Cero que los hombres de los siglos XVI al XVIII estaban “inmersos en el conocimiento de la Naturaleza”, entonces la producción de textos tenía como objetivo principal esa temática, y los lectores, bajo esa urgencia del momento, demandaban datos esclarecedores sobre el funcionamiento del mundo, pero siempre bajo el paradigma de los comportamientos naturales. No otra cosa ocurre en nuestra actualidad. ¿Conscientes de que habitamos el caos, intentamos entenderlo, incluso ordenarlo, domarlo después? ¿Es esta la tarea de nuestros días? ¿Es por eso que producimos textos caóticos?

Cita
“La única manera en que podemos aspirar a interpretar una obra literaria es conocer el punto de observación desde el que llevamos a cabo el acto de interpretarlo”.
Stanley Fish





HOMO LUBITZ
Ricardo Menéndez Salmón. (25/1/18)

Leí Derrumbe cuando se publicó en 2008. Me gustó y me interesó mucho porque, en mi lectura particular del libro encontré aspectos y temas ballardianos, escritor que a mí me gusta sobremanera, y esto hizo que el texto de Ricardo Menéndez Salmón me fuera tan grato. Pero había un pero. Su lenguaje. Para mi sensibilidad, tan tosca, resultaba demasiado ensortijado, una prosa que pretende belleza literaria, esa belleza ya tan manida, tan al gusto del burgués ilustrado, ese estilo formal que algunos escritores se ven obligados a ejercer en su afán de aparecer ante el lector y crítica como un escritor que escribe “bien”, y sobretodo editable. No podía con él. Yo prefiero un lenguaje práctico, funcional, directo, casi un informe seco. Así que al terminar la lectura de Derrumbe, por muy interesantes que me parecían los temas que trataba, dejé de interesarme por Menéndez Salmón. Ya saben: hay tanto que leer.
            Ahora he encontrado este Homo Lubitz. Antes de comprarlo, en la librería, estuve mirando si su lenguaje había cambiado con respecto a Derrumbe, y sí, elegí unas páginas al azar y vi que la prosa estaba más cerca de ese estilo funcional que yo necesito o prefiero. Los temas que desarrolla y que sostienen la historia siguen siendo muy de mi gusto.
            Por ella aparecen la farmacología o biopolítica; Cronenberg (Cronenberg le dice a O´Hara, el prota de la novela: “Casi todas las obras importantes exigen un público que aún no ha nacido”); un vampiro; corporaciones; los miedos contemporáneos; los accidentes; los fantasmas semióticos de Gibson. (Si bien todos estos temas son muy interesantes, no sé si están bien ensamblados, quiero decir, como tanto gusta a los críticos convencionales y pasados de moda, tan ortodoxos, esos que tienen muy claro cómo debe ser una novela, o los lectores o pijos de la cultura que se tienen por buenos o exigentes y aspiran a ser críticos como los que acabo de describir). Todas estas cuestiones se dan cita en este libro estupendo, en el que siempre, mientras leía ha estado presente el más que grande Ballard, sin que eso sea un lastre para Homo Lubitz, que tiene vida contundentemente propia, sabiduría made in autor y, además, el honor de pertenecer a esa corriente literaria inteligente y crítica, anticipatoria y que sabe encontrar y desarrollar los memes que viralmente carcomen nuestra actualidad.
            Homo Lubitz está lejos de la literatura provinciana que oficialmente se estila por “nuestro” país, es un libro ideal para que algunos, no señalo a nadie, al leerlo se sacuda las telarañas de la mansión decimonónica que aún habita.





ORDESA
Manuel Vilas

La calidad narrativa de este libro carece de importancia, en ese apartado de lo formal cumple con creces su propósito, es lo que suele ocurrir con los libros buenos. Su importancia está en lo que cuenta, y en la necesidad que hay en que haya libros que cuenten como éste cuenta. Este libro no está escrito para ser leído intelectualmente, lejos también de parámetros estéticos pijos, su objetivo es llegar a lo emocional a través de una escritura y planteamientos narratológicos simples. Hay escritores que ponen por escrito las cosas que nosotros pensamos, y que tan importante es oírselas a otros para que adquieran un valor relevante. Manuel Vilas se ha atrevido a contar lo que casi nadie quiere contar porque fracasarían en el intento y que tan necesario es ser contado, y que él en esa tarea tan difícil ha triunfado. En la forma y en el fondo.



KENTUKIS
Samanta Schweblin

Desde las primeras descripciones que hace la autora de sus kentukis y de sus posibilidades (un muñeco robotizado, sus ojos son una cámara, y que te sigue y hace compañía en casa, manejado por una persona desconocida que tiene acceso a tu intimidad), no he dejado de pensar lo que habría sido de esa magnífica idea en  manos de un escritor como Ted Chiang, hasta dónde habría llegado con ella. Sin duda, mucho más lejos que Samanta Schweblin, que se queda en solo la exposición reiterada y no consumada de esas posibilidades. Y, como no, ese supuesto relato sobre los kentukis escrito por Chiang sería un digno y glorioso episodio de la serie Black Mirror.





EL TESORO DE SIERRA MADRE
Bruno Traven

Menos densa y oscura que El barco de los muertos, esta novela practica una diatriba constante contra las formas del Poder imperante en aquellos principios del siglo xx. Sus objetivos críticos van dirigidos sin descanso, y de forma plana y directa, no por ello menos desgarradora, a las instituciones civiles como el ejército y el gobierno, “los grandes magnates del petróleo, los grandes financieros, los presidentes de las compañías poderosas” (¿nos suena todo esto de algo?), y a la Iglesia Católica (nunca sabremos cuánto daño ha hecho esta institución a la humanidad). La maldad de los hombres que sobreviven en ese México infernal es en buena parte debida a las “enseñanzas” tanto en directo como en diferido de estas instituciones, degradadas a extremos cercanos a la barbarie. Sin que la codicia y los impulsos sanguinarios dejen en buen lugar a eso que llamamos “ser humano” en su estado más cercano a lo ontológico. Sin embargo, algunos de estos hombres rudos, obligados y enseñados a vivir de forma violenta en ese entorno tan vil tienen deseos sencillos y aspiran a maneras universales de relacionarse con la vida. Uno de ellos, creo que Lacaud, dice o piensa: “…la forma de utilizar el dinero que había ganado y que pensaba dedicar a vivir tranquilamente en algún pueblecito, ocupándose solo de su salud, de comer bien, de sentarse en el pórtico de su casa a leer las páginas cómicas de los periódicos y algunas historias de aventuras, y de reservar el dinero suficiente para tomar una borrachera al mes”. Pero esto es algo que difícilmente sucederá, hay todo un ejército, un ELLOS, aquí también, conspirando a la luz del día para que nada sea como deseamos, sean cuales sean esos deseos.
            Terrible semblanza del HOMBRE en una novela de aventuras, novela de género, de esos tan despreciados por la academia y los pijos de la cultura.
            Ah!, y sin mariconadas estilísticas, ni prosa cuidadamente bonita y afectada.




REVOLUCIÓN                                                                                                                                  Juan Francisco Ferré

Al igual, o de forma parecida, que su admirado Kubrick, Ferré ha ido afrontando cada proyecto literario (me refiero a sus cuatro últimas novelas) desde un registro distinto. PROVIDENCE (mi favorita) es un espectáculo posmoderno a la manera pynchoniana en la que la mezcla de alta cultura y cultura popular hacen avanzar la historia, un complot, una conspiración o lo que sea; KARNAVAL es una reflexión densa sobre aspectos de la condición humana cuya lectura, a cada página, me hacía pensar o sospechar si no hubiera sido más conveniente haberla desarrollado en lo que se suele llamar ensayo; su penúltima novela, EL REY DEL JUEGO, creo que debe quedar inscrita en la jugosa tradición del esperpento o el tremendismo patrio, que Ferré acomoda y actualiza imprimiéndole un ritmo trepidante y alucinado; una locura; y esta REVOLUCIÓN adquiere formalmente una apariencia ligera, realista, un poco bestselera, y, a fin de cuentas, pertenece, como toda su obra, a un “culteranismo de masas”, como bien dice el propio autor.                                             Revolución es un texto que se ocupa de nuestra actualidad ubicando la historia en un futuro cercano y en una urbanización algo o muy ballardiana llamada Palomar en la que, como ocurría en Edén-Olimpia, la superficie de lo cotidiano esconde las oscuridades más oscuras de lo que llamamos existencia o condición humana. La suave y progresiva bajada en el nivel de realidad que va adquiriendo la narración es portentosa, te atrapa el recurso, empleando técnicas tan sutiles como esta, y otras, la historia de una familia algo pija no deja de serte indiferente nunca, al contrario, los Espinosa y sus avatares nos importan, mucho.                         Pero no hagan demasiado caso de estas breves, vagas y casi improvisadas aproximaciones, porque Ferré es un autor de peso, muy por encima de lo que puedan sugerir mis apuntes, y quizás el más potente de los escritores españoles actuales, tan provincianos la mayoría en el mejor de los casos, lo notarán en cuanto comiencen la lectura de una de sus novelas, autor del que ya tendría que ocuparse un teórico de su altura, uno que nos desvelara sus intenciones sociopolíticas, sus excelencias narrativas y como las compone. Mientras tanto, que estas notas sirvan para animar a quien las lea a la lectura de los libros de Juan Francisco Ferré.



LA HECHIZADA                                                                                                                             Jules Barbey D´Aurevilly                                                                                   

La nostalgia es el componente más activo en esta novela, y quizá en toda la obra de D´Aurevilly, es ese hilo rojo sobre el que se enredan las pasiones de los personajes. Las pasiones, porque es una novela romántica, o tardorromántica. La superchería, lo satánico, lo devoto extremo de signo jansenístico, la naturaleza, son elementos que condicionan o son la esencia misma de los comportamientos de sus personajes y el sustrato en el que se asientan sus historias. Aunque D´Aurevilly dota a sus personajes de razones y trata de explicar sus comportamientos desde las luces, incluso utiliza el término psicología, que quizá sea una licencia del traductor, publicada La hechizada en el año 1852 y la versión que leo es de 1920.                                                                                                                                                    Crítico feroz del realismo y el naturalismo, así como reaccionario de postín, el verdadero o el más oculto Barbey D´Aurevilly es un nihilista extremo. Siendo en la práctica diaria un antimoderno, contrarrevolucionario, ultracatólico, esto son solo las apariencias de un ser que no cree en nada, apariencias tras las que esconde tan trágica visión de la existencia, su falta de creencia en las posibilidades del ser humano. Y de estas cosas trata la narrativa inmensa de este escritor apasionado y apasionante. Los personajes de La hechizada son oscuros seres derrotados y arrinconados en lugares sombríos, fuera de tiempo, que rumian entre ellos la pérdida irrecuperable de un mundo que le arrebataron tras la Revolución, y viven amargados y se consuelan con recordar nostálgicamente la resistencia heroica de sus héroes vencidos por la Historia. Literatura extrema. Así es. El mundo novelesco aurevilliano presenta situaciones y personajes extremos. Su catolicismo adopta la vertiente justiciera, y no hay posibilidad de redención, la misericordia no tiene cabida en ese mundo que nos presenta, “hay una situación de pecado de la que no hay salida”, el desarrollo de sus historias lleva siempre a la condena de sus personajes. La mirada del autor sobre la existencia es terrible. En cierto modo anticatólica, hasta el punto en que la Iglesia censuró algunas de sus obras.


EL CABALLERO DES TOUCHES                                                                                         Jules Barbey D´Aurevilly

La historia que se nos cuenta en El caballero Des Touches es violenta, sangrienta y apasionada, aunque oscuramente apasionada, pues se trata de las aventuras de un grupo de personajes vencidos, que no consigue casi ninguno de sus objetivos, por los que luchan hasta la muerte. Luchan por restituir el Antiguo Régimen, algo que está muy lejos de ser posible, sin embargo, los chuanes, y Des Touches a la cabeza, se lanzan a una muerte casi segura, y como los personajes de aquella película de Peckinpah, Grupo salvaje, van a una batalla perdida de antemano. Solo les queda el gesto.                                                                                  Así es la literatura de D´Aurevilly: un gesto. Sabe que el tiempo y la forma de vida antigua, abatida por la Revolución, ya no es posible, no volverá. No cree el autor en el triunfo de lo que predica, es solo resistencia inocua. No cree en la posibilidad de la restauración de las antiguas formas de vida y no cree, sino que las aborrece, en las nuevas costumbres que se imponen, la incipiente vulgaridad burguesa exenta de esplendores se apropia de todo. Y no cree en la salvación, ni en la misericordia católica, solo cree en la venganza, en una enfermiza nostalgia amarga. Es un ángel terrible. Vean, o lean, la escena en la que el caballero, después de ser rescatado de la cárcel de Avranches, un rescate suicida por parte de los Doce, se venga de un molinero Azul, atándolo al aspa de un molino en la que…, y ya me dirán si exagero.                                                                                                                                                  El mayor atractivo de esta novela está en la forma que su autor tiene de narrarla. El juego de perspectivas temporales que crea, colocando a sus narradores en lugares y momentos estratégicos para que sus intervenciones sean complementarias, en cuanto a la cantidad de información que suministran al lector, y colocada esa información de tal manera en el espacio textual que así arma un artefacto narrativo de eficacia superlativa. El autor va sembrando de incógnitas su relato. Hace una descripción exhaustiva y extensa de sus personajes principales, pero esto no significa que acabemos teniendo una idea inequívoca de ellos, al contrario, esa descripción tan pormenorizada los convierte en entidades ambiguas, de las que sabemos muchas de sus intimidades, pero de las que su autor, o su pluralidad de narradores, deja de decirnos o nos ocultan, uno o dos aspectos de ellos que, en función del relato serían indispensables, pero que son deliberadamente omitidos, haciendo ver al lector (en la obra de D´Aurevilly siempre hay un juego metaficcional soterrado) que han sido guardados, no dichos, por el bien del relato, por crear el misterio y suspense que esta técnica aporta, y que el autor gestiona con la solvencia de los grandes maestros. Y no solo esto es digno de resaltar en cuanto a las excelencias narratológicas de la novela, Barbey compone como nadie y el texto, su literatura en general, contiene elementos narrativos acertadísimos y sustanciosos. (Por si alguien tiene interés en conocer más sobre el trabajo literario del autor normando, recomiendo una tesis doctoral llamada “El efecto-ideología en la narrativa de Jules Barbey D´Aurevilly”, de Carlos Mula Sánchez).                                                                      Pero la incógnita más importante a despejar en El caballero Des Touches es por qué Amada de Spens se pone colorá como un tomate al oír el nombre del caballero. Para saberlo, el lector está obligado a llegar hasta el final de la novela, mientras tanto, en ese recorrido lector, nunca se aburrirá, otros suspenses secundarios (D´Aurevilly es, como Hitchcock, un maestro del suspense) que en realidad tienen la misión de acrecentar el deseo de saber por qué la bella y ahora sorda Amada, una virgen viuda, se ruboriza tantos años después, al oír el nombre del oscuro héroe, andrógino, asesino sádico, asexuado, idealista trasnochado y finalmente loco, el caballero Des Touches.


SEROTONINA                                                                                                                                         Michel Houellebecq                                                                                         

¿Es posible esta sucesión?:
J.Barbey D´Aurevilly, Georges Bernanos,      Joris-Karl Huysmans, François Mauriac, Julian Green, Michel Houellebecq...
El nihilismo extremo de Aurevilly es de signo católico y jansenista; en Houellebecq ese nihilismo llega a una misantropía patológica (o no) de acusado tinte social. En "Serotonina", parte de la acción, la que más me gusta, transcurre en Normandía: el amigo de Florent, el protagonista de esta novela, vive en lo que queda de un castillo. Ese castillo normando es el mismo en el que habitan o habitaron, en el tramo final del relato, las protagonistas de "Historia sin nombre" de Jules Barbey D´Aurevilly.                                                                        
La serotonina (wikipedia dixit: es un neuromodulador fundamental del sistema nervioso del humano. Los procesos conductuales y neuropsicológicos modulados por la serotonina incluyen: el estado de ánimo, la percepción, la recompensa, la ira, la agresión, el apetito, la memoria, la sexualidad y la atención. Su metabolismo está asociado en varios trastornos psiquiátricos y su concentración se ve reducida por el estrés) es la responsable de nuestra feliz integración en la comunidad. El personaje central de "Serotonina", Florent, debe tomar un fármaco que la produce porque ya es incapaz de generarla por sí mismo, es una víctima directa de esta esquizofrénica vida actual. Esto, como punto de partida, ya es suficiente para acercarse a Houellebecq con interés, y solo es cuestión de talento lector poder disfrutarlo en sus muchos otros aciertos al enfocar, sin piedad, desde la ficción, la novela, los diagnósticos de nuestra sociedad actual.                                                                                                                
Nota: Leer a Houellebecq desde una mirada partidista (izquierda/derecha) es, como casi siempre, un error y una simpleza que cometen habitualmente los lectores mediocres, sobre todo de izquierdas que abundan a tutiplén.





SUEÑO PROGRAMADO
Christopher Priest


En “Sueño programado” los dos protagonistas tienen como objetivo principal huir de una realidad que no soportan, o no saben gestionar, les parece una realidad mezquina, así que, en el transcurso de la historia van teniendo los gestos y la intención necesarios para escapar de ella, a medida que avanza la acción esa necesidad es cada vez más acuciante, tanto que… Pertenecen al equipo de un proyecto científico que consiste en la implantación de un mundo virtual creado por la conciencia y la inconsciencia de un grupo de personas seleccionadas para ello. Estos participantes son introducidos en unos cubículos que tecnológicamente están provistos de conexiones o terminales que son aplicados a los cuerpos para así acceder y extraer de ellos la conciencia y la inconsciencia con los que crear ese mundo virtual, o una segunda realidad conformada con el potencial mental de los participantes, esas mentes conectadas proyectan un mundo virtual. Esto es un apunte simple del funcionamiento del experimento porque el método que aplican para crear ese mundo es descrito en la novela de manera más profusa y compleja. Ellos, los protagonistas, son Julia y David, participantes en este proyecto, se conocen en ese mundo virtual o en esa proyección mental, enamorados y más tarde cómplices en escapar de su “realidad”, a veces tan confusa y con giros sobre giros como le va apeteciendo al autor mostrárnosla.
La novelas de Priest (al menos las cinco que he leído, y parece ser que las demás se prestan a lo mismo), presentan a unos personajes que quieren huir de su realidad, una constante en todas ellas. Esto es lo que hace posible que su literatura tenga como necesidad principal crear mundos o universos alternativos a los que deben y quieren llegar sus personajes. Y desde luego, Christopher Priest es un talento como pocos creando esos lugares para el escapismo que necesitan. Es considerado un autor de ciencia-ficción, y es posible que lo sea (aunque empezó a escribir una década después de los autores de la llamada nueva ola (Ballard, Moorcock, Bruner o Aldiss), su universo e intenciones literarias están muy en consonancia con los cuatro mencionados y podría considerarse uno de ellos que por circunstancias poco importantes nació un poco después), pero esta definición encontrada no sé dónde me parece más ajustada a las propuestas narrativas de Priest:

“La ficción slipstream se ha descrito, pues, como “la ficción de la extrañeza”, una definición tan clara como cualquier otra en circulación. Los autores de ciencia ficción James Patrick Kelly y John Kessel, editores de Feeling Very Strange: The Slipstream Anthology, postulan que la disonancia cognitiva se encuentra en el centro del slipstream, y que no es tanto un género como un efecto literario, como el terror o la comedia. De modo parecido, Christopher Priest, en su introducción a la novela Ice de Anna Kavan, escribe que:


“la mejor manera de entender el slipstream es pensar en él como un estado de la mente o un enfoque particular, uno que está fuera de toda categorización. [...] el slipstream induce una sensación de ‘otredad’ en la audiencia, como una mirada a un espejo deformante [...] En general transmite una sensación de que la realidad podría no ser tan cierta como pensamos". Priest (2006).                                                                                                                         





LA AFIRMACIÓN 
Christopher Priest

Es cierto que la novela (me) aburre en alguna de sus partes, creo innecesarios algunos pasajes, descripciones o situaciones o conflictos entre personajes que ya habían sido expuestos con anterioridad, cuya repetición no aporta nada significativo al asunto principal de la novela o a sus asuntos secundarios, esto ocurre a veces; a veces el autor desaprovecha momentos de transición en los que podría añadir algún dato de interés, algún dato que enriqueciera la trama, el escenario, la actitud o comportamiento de los personajes, etc., quedando en cambio largos párrafos literaria y argumentalmente planos, sosos, excesivamente largos, innecesariamente descriptivos. Yo creo que, no solo “La afirmación”, sino que otras novelas de Priest también sufren esos mismos desajustes, seguramente sus historias podrían resolverse en menos páginas.
            Es cierto también que el enclave en el que se desarrolla la acción, los escenarios en los que se mueven los personajes no me resultan atractivos o pertinentes, pero no por una cuestión quejica de lector quisquilloso, sino que la historia, creo, necesita que el entorno que la acoge sea más contundente, como ocurre en “El mundo invertido”, cuyas localizaciones me parecieron fascinantes, o sobre todo en “Sueño programado”, en la que el autor inventa un escenario como es la Isla de Wessex, una proyección mental que crean unos investigadores en la que transcurre parte de la historia, escenarios estos, no solo más logrados estéticamente, sino que sus sinuosidades, dureza o extrañeza, son elementos que aportan un grado de dificultad a las peripecias de los personajes. En cambio, en “La afirmación” el paisaje en el que se desarrolla la historia podría ser intercambiable, el decorado carece de entidad para influir en el devenir del drama novelesco.
            Encuentro algunas deficiencias más en la literatura de Priest, menores o de manías personales, es cierto que con él me atrevo (dios me libre, lo hago desde la modestia que me caracteriza y desde una grande admiración por el autor) a considerar que sus novelas son muy buenas pero en algunos puntos formales o relativos a la construcción mejorables porque, indudablemente, parten de ideas sorprendentes, giros inesperados que entrañan serias dificultades para ser resueltos, casi siempre logrados. Léanlas y sabrán de qué les hablo.
            En “La afirmación” hay varios momentos memorables, aciertos literarios de gran nivel, esto ocurre siempre también en las novelas que de él he leído. Uno de ellos es este, que acontece en el último tercio de la narración, o de la historia: Peter Sinclair, el protagonista absoluto, ha creado un mundo ficticio al escribir su autobiografía. Un mundo muy alejado de lo que podríamos llamar su realidad en Londres, en el que ha crecido y vivido. Este lugar que ha creado en su ficción literaria se llama el Archipiélago de los sueños (nombre un poco baboso, como acaba siendo también el lugar y sus circunstancias), al que acude porque le ha tocado la Lotería, y el premio consiste en proporcionarle la inmortalidad. Hay un inconveniente en tan apreciado premio: la intervención “quirúrgica” a la que debe someterse para alcanzar dicha inmortalidad (tiene treinta y un años y en esa edad permanecerá para siempre, gozando de buena salud, tras la operación), precisa que su memoria sea borrada. En esta novela, la memoria es considerada por Priest como un factor importante e imprescindible a la hora de conformar la Identidad personal. Peter, después de mucho dudar, se opera. Durante la convalecencia, (ya perdida la memoria, todo lo que le ocurre son enigmas, y es cuidado por la doctora Lareen y su amiga, de él, Seri), dice esto: “(Un primer enigma: ellas se dirigían a mí en segunda persona, y durante algún tiempo yo pensaba en mí mismo como “tú”.) Y como todo era hablado, y yo tenía por lo tanto que comprender lo que ellas decían antes de que pudiera descubrir lo que querían significar, todo me parecía inconvincente”. Como esta, hay un montón de perlas diseminadas en su literatura. El tema de la Identidad y la Memoria fue abordado de nuevo en su posterior novela, “El glamour”, una historia en la que la invisibilidad es presentada de forma muy extraña, lo fantasmal en esta novela es el augurio de la amenaza de un mundo invisible.


Como ven ando de puntillas sobre la narrativa de Christopher Priest, que merece atención y análisis más sustanciosos. Hay un estudio sobre él, que yo sepa, no traducido, así como sus últimas novelas tampoco traducidas. Considera a J.G.Ballard un referente imprescindible y uno de los grandes del siglo xx, y a Borges el padre de todo esto, solo por esto ya hay que quererlo, y leerlo.


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